“Inmigrantes de segunda”, de William González

El compromiso ético y poético de William González

“La poesía es no estar sentado” (Rafael Alberti, Versos sueltos de cada día)

Por Marina Casado.

Conocí a William hace años, cuando era un jovencísimo periodista enamorado de la poesía. Me sorprendieron su pasión, su compromiso y esa energía limpia que derrochaba. También que me preguntara en su entrevista acerca de Rubén Darío, el padre del Modernismo, que tanto ha influido en mi poética. En los últimos años, no está de moda Rubén. Cuando lo menciono, encuentro a veces caras largas y gestos displicentes: “bah, todavía el Modernismo”. Sin embargo, Darío fue una influencia fundamental para la Generación del 27, los Novísimos… por no hablar de la poesía americana. William González (Managua, Nicaragua, 2000), a sus veinte años, lo conocía y lo valoraba, algo que me resultó admirable, porque él no se movía ni se mueve por modas o intereses, sino por sus propios y sólidos principios.

Cuando en 2022 obtuvo el Premio de Poesía Antonio Carvajal, nos descubrió una faceta suya hasta entonces desconocida: la de poeta. Un poeta valiente y reivindicativo. En su primer poemario, Los nadies (Hiperión, 2022), hizo su aparición nuestro admirado Rubén, que era nicaragüense, como él. Porque William ama su patria, a pesar de que la compleja situación política lo obligara a emigrar a España junto con su familia desde los 11 años. William es nicaragüense y español, vive en el barrio obrero de Carabanchel. Su madre trabaja como empleada del hogar y él no olvida sus raíces. Su poética, precisamente, se erige como canto a los olvidados, a esos nadies que la sociedad, a veces, margina. Fue el eje de su primera obra, que alberga uno de sus poemas más célebres, “Lejía”: “Mi madre, trabajadora de lunes a lunes, / se ha escondido del cosmos. / Han desaparecido sus huellas dactilares / por el hipoclorito de sodio, la lejía. / Una mujer sin nombre que rebusca / devastada su propia identidad”.

Muy poco tiempo después del Antonio Carvajal, le fue concedido el Premio de Poesía Hispanoamericana Francisco Ruiz Udiel. Y así nació su segundo libro, Me duele respirar (Valparaíso, 2022), que constituye un homenaje directo a las víctimas de la dictadura de Daniel Ortega en Nicaragua: los muertos y los exiliados, entre los cuales él mismo se cuenta. El título alude a las últimas palabras de Álvaro Conrado Dávila, un estudiante nicaragüense abatido durante una manifestación universitaria contra Ortega. El libro es “un simple acto de pedir justicia”, en sus propias palabras, y le ha valido más de una amenaza de los partidarios del dictador.

No tuvo que esperar mucho para que le llegara el tercer premio: nada menos que el Hiperión, uno de los más prestigiosos galardones de poesía joven, gracias a su libro Inmigrantes de segunda, convirtiéndose en el primer centroamericano en obtenerlo. El pasado mes de septiembre lo recogió en Casa de América de manos de Jesús Munárriz, director de la célebre colección Hiperión. El acto tuvo lugar dentro del Festival Centroamérica Cuenta, organizado por el también nicaragüense Sergio Ramírez.

Inmigrantes de segunda, dedicado a las empleadas del hogar extranjeras y especialmente a su madre, realiza un recorrido por la vida cotidiana de todas estas personas que también son “nadies”: “Las invisibles, / las marginadas, las que vais limpiando / escaleras, portales, oficinas. / Todas portáis el rostro / alicaído de mi santa madre”. Ante la realidad que les ha tocado vivir, el poeta se replantea la naturaleza de los dioses, la pone en duda: “Quizá la historia nos ha engatusado / y sean pocas las divinidades, / una que cuida al pobre y otra que cuida al rico. / Tal vez el jefe de mi madre es dios, / un dios que da dinero al que no tiene, / un dios tangible, vivo”. Por eso, se produce una inversión de la religión: “Y es todo lo que puedo ofreceros: mi pobreza. / Os la cedo, tomadla. / Os cedo mi latosa pestilencia; / tomad y bebed porque este es mi cuerpo”.

Hay una mirada hacia las “señoras extranjeras sin papeles” que “aprenden a vivir con nerviosismo”, sin seguridad social, sin derechos. Su madre también fue una de estas personas. Y él, “el hijo de la extranjera”, que ha debido asimilar una serie de vivencias desagradables. Escribe el poeta, afincado en Carabanchel desde hace años: “Etiquetan a vuestros hijos como inmigrantes / de segunda generación, los ponen en duda / critican su ceceo frente a vuestro seseo, / enjuician su morena piel latina”. Y haciendo frente a todos esos reproches, recuerda entre versos cómo empezó a jugar con el lenguaje gracias a los manuales de retórica que encontraba en cubos de basura, sus primeros empleos a los dieciséis años, la dificultad para alquilar un piso siendo inmigrante, las complicaciones financieras: “Las deudas son la herencia del obrero. / Hay quienes heredamos la miseria, / no céntricos chalés”. Proyecta realidades ajenas para parte de la sociedad: “Los niños de mi barrio lucen chándales / como si fueran tesis doctorales, / se sienten catedráticos de calle”.

Irene Vallejo, que escribe en la contracubierta del libro, afirma con rotundidad: “Con su sensibilidad explosiva, disecciona el desgarro humano. Cómo no reconocernos”. Decía Rafael Alberti que “la poesía es no estar sentado”. William González así lo demuestra, combinando su faceta periodística con la poética para mirar el mundo que lo rodea y levantar la voz por aquellos de los que a veces la sociedad se olvida: no solo las empleadas del hogar, sino también los chatarreros, los autobuseros, los vendimiadores; incluso a su abuela, una campesina nicaragüense. La muerte transita por la última sección del libro, amenazando con su sombra el mundo emocional de la voz lírica. Pero esa voz nunca calla: “Contánoslo, poeta, ahora que estás vivo / porque las voces de los mortales cuando mueren / son como indescifrables jeroglíficos”.

 

William González Guevara

Inmigrantes de segunda

Premio de poesía Hiperión

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