Sobre una pintura de Lucian Freud

 

EL DÍA QUE LUCIAN FREUD PINTÓ A MI CABALLO

 

 

Por Natalia Loizaga

 

Lucian Freud, una mañana o una tarde, quizá una noche, decidió pintar un caballo gris (“Grey gelding”). Un caballo que, aunque el pintor no lo llegó a saber nunca, se parecería mucho a otro que nació el mismo año de su muerte: 2011. Quizá, para aquellos que crean en la reencarnación, en ese recién llegado se mantuviese viva el alma del pintor. Pero eso sería aferrarse a un tal vez, un triste intento de mantener con vida al que fue uno de los grandes pintores de su tiempo. Lo que sí es seguro es que en ese óleo sobre lienzo se encuentra el alma de otro caballo, mi caballo gris.

No fue hasta 2003 que el alemán tomó los pinceles para dar forma a una obra que no sería demasiado reconocida. Aquel cuadro no supuso el honor y reconocimiento que le darían las pinturas de mujeres desnudas, pero fue un respiro ante tanta carnalidad, un descanso de la vulnerabilidad humana de sus obras. Freud sabía de caballos o, mejor dicho, sabía de apreciar caballos. Lo cuenta la historia pero también lo cuenta el cuadro. Cualquier otro pintor habría escogido un imponente ejemplar para pintarlo en su máximo esplendor, como hizo Jacques-Louis David en “Napoleón cruzando los Alpes”, o Henri Regnault en “Automedón con los caballos de Aquiles”. Él no. Prefirió la sencillez de un establo y un tordo cualquiera de expresión sosegada —un tordo que compartiría la misma mancha rosada en el morro con el otro que nació ocho años después, mi caballo (yegua, en realidad) gris—.

Freud sabía que no son necesarios los excesos para plasmar la belleza de un caballo, pues existe por sí sola, sin necesidad de ser enaltecida. También sabía que no necesitaba de figuras humanas ni de pedestales para situarse por encima, aunque el hombre sí que necesite al animal para glorificarse. El caballo puede ser sin humano pero, nos lo ha enseñado la historia, el humano no podría ser sin caballo.

Cuando se mudó a la escuela de Dartington, en Reino Unido, a menudo frecuentaba las cuadras, que se le hacían más interesantes que las clases. Incluso se planteó ser jinete o veterinario, pues perros y caballos fueron sus únicos amigos durante un largo periodo de sus casi 90 años de vida. Pero ganó el arte. Ya como pintor, conversaba con sus modelos durante los posados. Me pregunto si también hablaría con el castrado gris. Seguro que él escuchaba mejor que todos las personas que pintó, incluso que Isabel II, con la que compartía el amor a estos cuadrúpedos.

Si en algo destacó el artista fue en saber descifrar las personalidades de sus modelos. Su obra no solo son piel, arrugas, luces y sombras, también son fragilidad, obsesión, tiempo. El “Castrado gris” es, ante todo, la historia de una despedida. Él debió decir adiós a aquel rocín, como yo tuve que decírselo al mío y como todos los amigos de animales se ven obligados a hacer en algún desventurado momento. Entablar amistad con un animal, sea cual sea su especie —incluyendo, con matices, la nuestra—, es la crónica de una muerte anunciada, tener conciencia de una marcha inminente.

El pintor y yo no compartimos talento pero, si en algo coincidimos, es que somos un conjunto de despedidas, de adioses precipitados entre pacas de heno y arreos de cuero. Como recuerdo solo quedan unas cuantas fotos frente a las que recordar y ahora, gracias a Lucian Freud, siempre quedará el retrato de mi caballo gris.

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