“Incisiones”, de Pedro López Lara

LOS RECUERDOS Y SUS GALERÍAS

Por Jesús Cárdenas.

Es misterioso el pozo de experiencias, emociones y sentimientos reales que nos traen los recuerdos, pero cabría preguntarse cuánto hay de fabulación en ellos. Lo vivido acude en ocasiones revestido de una pátina de imaginación: las vivencias reales y las ensoñaciones se mezclan. De esa compleja mezcolanza trata en buena parte Incisiones (Renacimiento, 2024), de Pedro López Lara.

Después de Destiempo (Premio Rafael Morales, Colección Melibea, 2021), Dársena (La Discreta Ediciones, 2022), Museo (Premio Ciudad de Alcalá de Poesía, Huerga y Fierro, 2022), Singladura (Renacimiento, 2023) y Muestrario (Huerga y Fierro, 2023), entre otros, nos llega ahora Incisiones, un libro emparentado con la sensación de perplejidad que latía en los anteriores y que supone un nuevo hito en una trayectoria poética ya personalísima. Esta última entrega puede interpretarse como una prolongada galería de recuerdos o vivencias en la que se confunden realidad y ficción. Estamos, así pues, ante una poesía reflexiva sobre la “composición” de lo recordado.

El poemario se nos presenta agrupado en cinco secciones (“Vicisitudes y tiempos”, “Memorial de la noche”, “Amor, hostilidades”, “Postrimerías, muertes” y “Ars poetica”), cuyos marbetes son recuperados de su anterior entrega, Muestrario.

López Lara elabora un discurso poético que medita sobre la herencia de lo vivido y en el que se muestra un sujeto nada complaciente con el resultado, lo que repercute en una expresión crítica, irónica, punzante. El libro lo integran cincuenta y una composiciones, que discurren por algunos de los cauces ya habituales en la poesía del autor: el paso del tiempo, la memoria, el olvido, lo azaroso del destino y la propia poesía.

La primera sección, la más extensa, se inicia con un poema que podría interpretarse como un himno al pasado, articulado en torno al símbolo de la consumación y la consunción (con anclaje en el Barroco): “Pirómanos del día a día, / locos de atar –pero a la llama–, / no nos enajenaba el fuego: nos cumplía: / porque era nuestra la vida. Y ardía” (I). Pero ocurre que el brillo que desprende lo experimentado no siempre nos llega: “Son recuerdos que vuelven, pero desprovistos ya, / no solo del fulgor que es privativo / de lo real, sino también / de su mitología propia, ambigua siempre” (XLIII). En consecuencia, el tiempo vivido se animaliza: “Los perros del pasado no frecuentan / las zonas habitadas. / Pero una vez al año liberan sus manadas / sobre los pueblos y ciudades, nos recuerdan / quién sigue siendo aquí el amo” (XXXVIII). Una de las claves que nos proporciona el autor es la atención al reflejo que emiten los recuerdos; su luz nos deja interrogantes, dudas y confusiones: “Encrucijadas hay muchas. La fundamental / es aquella que nos parte en dos, haciendo de nosotros / escindidos caminos” (VII). Otra clave a la hora de hilvanar los recuerdos es el lenguaje. Al tratar de encontrar las palabras necesarias, reconstruimos la historia, lo que nos coloca en el ámbito de la inventio; así, a propósito de los recuerdos se dice: “Vuelven a veces, pero fragmentados, / piezas de un puzle delirante, concebido, / desde el primer momento, / […] / por un destino que tramaba ya / ir poco a poco haciéndose pedazos” (XIX). Esa fragmentación implica una desrealización, que se expresa mediante diferentes símbolos, entre los que se encuentra, por ejemplo, el del visitante de una feria, feria que es el propio pasado: “El tiempo se detiene siempre / en un momento que lo enjaula. // Visitarás después, creyendo que aún vives, la feria en que se exhibe, / sin poder evitar la sensación, / confusa, algo molesta, / de reconocimiento o fraude, de inconcluso delirio” (XL).

“Memorial de la noche” es la parte más breve. El territorio de la noche es apropiado para que emerjan los recuerdos. Con este propósito –y también con el de sorprender al lector– es personificada: “Yo abro para ti, inmensos, / mis brazos, y te salvo / del tiempo, / porque no transcurro. / Yo te prometo, mientras sigas / en mis dominios, la inmortalidad. // Es lo que puedo darte. / El precio lo conoces ya” (LIX). En esta órbita pueden intuirse ecos de poetas como Éluard, Rilke, Baudelaire o Borges. La “visión doble” que emerge de los recuerdos tiene su origen en lo que comportan en sí las noches, y también en la imagen de dicha construida: “Eran, sin duda, odaliscas, y supieron bailar, / bellísimas, para nosotros” (LXIII). La apariencia real de lo sucedido guarda su correspondencia con el destino marcado: “La realidad fue aquello. Lo recuerdo: constaba / de momentos sin afuera, exhaustivos, / de gentes que apostaban cada una de sus vidas / a una insólita carta y, satisfechos, las perdían” (LXI). Como nota singular en la obra de López Lara, cabe señalar que el arraigo en motivos poéticos anteriores no supone una sujeción, sino, por el contrario, un apartamiento de lo predecible: “Noche, tú y yo fuimos amigos, / de esos –pero constaba así en el trato– / que cuando llega el desenlace se traicionan” (LXIX).

En la sección “Amor, hostilidades”, se introduce con frecuencia a testigos que pueden confundir con sus opiniones el discurso: “Mienten, sí, porque saben / que lo perdido los incluye y quieren / –somos así– continuar viviendo” (LXXVI). Esos testigos aportan a veces una perspectiva irónica: “En el estante / de los amores caducados, no hallé el nuestro. / Hablé con el bibliotecario, / que, diligente, tomó nota, prometió gestiones” (LXXVII). A lo largo de estas composiciones las expresiones judiciales, como si de un proceso penal se tratase, aumentan, a la par que el tono irónico se afila. Y se crean continuamente contradicciones y paradojas, que tienden a aumentar la confusión: “No volveré a soñar que fuimos. / Porque las metáforas cansan. / Diré lo mismo, pero de otro modo: / soñaré que fuimos empleando cualquier otro / recurso de dicción […]” (LXXX).

El espacio existencial se cierra en “Postrimerías, muertes”, bloque formado por composiciones que recuerdan a los epigramas griegos, a nuestro Machado, e incluso a los poetas simbolistas franceses. Se plantean como acusaciones o fórmulas de aconsejar un mejor aprovechamiento del tiempo ido, sin caer en el patetismo; antes se acercan a una mueca burlona que a un perfil trágico: “Míralo todo bien. Porque muy pronto / desaparecerá. // Nadie nos hizo esa advertencia” (CVII). El peso del tiempo impide la rebeldía: “Cuando se llega a cierta edad, / los pecados se comentes sin ganas. / Falta el escalofrío que signaba / la fe, la transgresión, la pérdida del alma”. La rotundidad de las definiciones en los inicios y en los finales de cada composición nos acerca a la versión veraz de los hechos: “La sospecha de que hemos sido dioses, / no en otra dimensión hecha de eones, sino en esta / vida que humanamente se prolonga, / nos persigue o es fiel hasta el final, cuando recibe / un desmentido solo en apariencia / demoledor: también los dioses mueren” (CXVI).

El último apartado, “Ars poetica”, lo integran composiciones que tratan de la propia creación poética. También en estas reflexiones metapoéticas comparece la paradoja: “El poema difiere en cada verso / su muerte, minuciosamente elaborada. / El último no es una excepción: / lo cierra, pero todo sigue abierto” (CXXXV); así como la ironía, que en ocasiones da paso al sarcasmo: “Puede el poema a veces ser revelación, / algo que alguien o algo transfiere. // Dicho así, queda bien, pero lo cierto es / que tales magias son poco frecuentes” (CXLI). López Lara no se anda con remilgos ni medias tintas; por eso su “verdad” nos sobrecoge: “Y esto para qué sirve, interpela el niño, / al ver los versos en hilera. // Entonces le cuenta la maestra […] / No se atreve a decir, o no sabe cuál es, / la embarazosa verdad: para nada” (CXLIX).

En suma, López Lara ha vuelto a conformar en Incisiones un libro de poemas donde persisten todas sus obsesiones, al tiempo que una voz personalísima, reconocible en rasgos como la ironía, la mordacidad y la contundencia.

 

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