La existencia como milagro

 

 

Ricardo Álamo.- Como la mayoría de los libros de aforismos, Titubeos, que es el primer libro de aforismos que escribe Julio Llorente (Santa Cruz de Tenerife, 1996), se puede empezar a leer por cualquier parte, incluso por el principio. Dividido en catorce capítulos, en cada uno de ellos pululan los temas más variados: Dios, la belleza, la verdad, la ciencia, el amor, el bien, el sufrimiento y un largo etcétera. Pero no obstante el título que lleva el libro, se diría que con respecto a esa variedad de temas el autor no muestra apenas ningún titubeo, ya que sus puntos de vista suelen ser si no rotundos, sí claramente seguros y firmes. En especial me ha llamado la atención su posicionamiento celebrativo de la existencia o su indisimulado canto a la vida, que no a la mera supervivencia («Aviso propagandístico: no hemos venido al mundo para sobrevivir, sino para vivir», «La vida es una maravilla a condición de que uno no la atosigue con sus expectativas» o «Si la existencia es un don, nuestra vida debe ser ante todo una fiesta que la celebre»). Un canto a la vida que Llorente, a veces, hasta se atreve a festejar de manera tan ingeniosa como en el aforismo que dice: «La vida está tan estrechamente relacionada con el alcohol que su verbo debería escribirse así: “bibir”».

Ni que decir tiene que la vida que tanto se celebra en muchos aforismos de este libro no es la vida en abstracto ni tampoco cualquier vida (y menos que ninguna la vida alcoholizada), pues a poco que vamos uniendo cabos entre unos y otros aforismos nos damos cuenta del trasfondo religioso cristiano y filosófico agustiniano que los envuelve. Y es que la figura de Dios, como sostén y columna vertebral de la vida, es, a juicio de Llorente, la que debe dar sentido a todo aquello que nos rodea y nos concierne, sea bueno o malo, dichoso o miserable. Por eso llega a afirmar que «Lo más difícil de ser católico no es creer en Dios, que es relativamente fácil, sino reconocer Su huella en todas las criaturas, incluso en las más miserables». Criaturas miserables, criaturas sufridoras, criaturas dolientes, pero no por ello criaturas infelices, viene a ser el mensaje de raíz agustiniana que se significa en el libro, pues no pocas veces el autor formula con otras palabras aquella idea de San Agustín que decía es malo sufrir, pero es bueno haber sufrido. Así, por ejemplo, leemos: «Hay algo bueno en el sufrimiento. A su modo, crudamente, desgarrándonos, nos dice que estamos hechos para el infinito». O, más aún, «Obtenemos los mejores gozos allá donde podemos obtener también los mayores sufrimientos». Pero, a diferencia de San Agustín o también de Platón y de Kafka, que llegaron a cancelar el mundo sensible y carnal, dándole sólo relevancia cierta al mundo espiritual, ya que el mal, lo diabólico y lo siniestro los relacionaban con lo impúdico y lo sensitivo, Llorente sin embargo no denuesta todo lo referente a la vida concupiscente y terrenal, porque la considera una parte más de la vida creada por Dios y, por lo tanto, abierta a nuestro disfrute. De ahí que diga, casi como diría un epicúreo, con regocijo: «Yo, tan poco místico, le agradezco a Dios la vida disfrutándola como disfrutaría el mejor de los regalos, entre vinos y risas».

Con todo, su explícita declaración (o, más bien, habría que decir su artículo de fe) de que sea Dios el garante último de la vida y de la existencia del mundo, no hace sino recusar cualquier otro tipo de explicación (en especial la científica), de modo que, como él mismo dice, su «objeción contra la ciencia es que puede hacernos insensibles a esa verdad que cimienta todas las demás: que la existencia es inexplicable como un milagro». Y, ciertamente, la existencia podría entenderse como un milagro, como milagrosos pueden entenderse también muchos otros avatares de la vida, pero de ahí a afirmar que la existencia sea inexplicable hay un abismo, pues no sólo descarta toda posibilidad comprensiva de la realidad desde la razón y el pensamiento objetivo, sino que además da pábulo a cuantas creencias religiosas (no únicamente la cristiana) quieran postularse como fiadoras metafísicas de todo lo que existe. Según Llorente, los esfuerzos de la ciencia por explicar la vida son estériles y «por muchos avances que se produzcan, por muchas investigaciones que se acometan, ningún científico podrá responder nunca a la pregunta fundamental: ¿por qué el ser y no la nada?». Pero, para ser precisos, Llorente debería de saber que esa pregunta no es una pregunta que se haga la ciencia. Esa pregunta se la hace (o se la hizo) la filosofía, y huelga decir que hace ya bastante tiempo (desde por lo menos Kant) que quedó cancelada o convertida en un entinema.

Aparte, en fin, de esta problematización o, más exactamente, reprobación de la ciencia, Titubeos se ceba en no pocas ocasiones con las nuevas tecnologías y con las redes sociales, lo que ya va siendo un lugar común dentro de cierto tipo de pensamiento aforístico. En la estela de Álvaro Salvador, que ya en La vida no te espera, de 2014, afirmaba que «el infierno no son los otros, el infierno está en la Red», Llorente por su parte incide en denostar el uso del móvil o de cualquier otro dispositivo que nos conecte con realidades más o menos virtuales que, según él, son realidades esclavizantes, y al mismo tiempo tan lúdicas como perversas… No sé, pero a mí ese discurso execrativo contra las nuevas tecnologías me recuerda a los alegatos decimonónicos contra el maquinismo, tan caros a una mentalidad naturalista y cuasi rousseauniana que veía en el progreso un retroceso y en la evolución social una involución, lo cual sin duda explicaría que a Llorente le parezca que hay más verdad en el niño que ve una figura dibujada en una nube que en el científico que estudia sus compuestos… Y sí, claro, habrá más verdad poética, pero ¿en serio es esta clase de verdad la que mueve a la humanidad a querer vivir más inteligente y prósperamente? Por supuesto que, como él mismo dice, «la belleza es el tributo que el escritor rinde a la verdad», pero mejor sería no hacer de la verdad un caso meramente literario.

 

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