Reliquias olvidadas: diálogo con la Muerte

La evidencia de cómo ha cambiado nuestra relación con la muerte queda patente en el hermoso libro Martyrs, les reliques oubliées, de la fotógrafa suiza Carole Alkabes. Muestra cómo ha evolucionado este diálogo a través de los tiempos, desde un estatus de etapa, pasando por ceremonias y rituales en los que la muerte se inscribe en la vida y anuncia un tiempo nuevo, hasta la idea de un final doloroso y mordaz, desvinculado de todo acuerdo original entre el ser y el valor, en la persona de Dios.


El cogito ergo sum cartesiano sitúa así al sujeto en un espacio de ruptura, situación en la que no puede encontrar garantía fuera de sí mismo. La duda y la demostración de la razón autorizan ahora por sí solas el conocimiento, de modo que el hombre moderno y posmoderno es incapaz de legitimar la existencia de Dios. La muerte no es más que un paro técnico. Y la duda va de la mano del tabú contemporáneo de la muerte. El dolor, reprimido, se ahorra la expresión pública. Ese es el sentido de Martyrs: restablecer un diálogo roto redescubriendo ciertos ritos y costumbres mortuorios, y sacando a la luz una parte poco conocida de la historia religiosa helvética.

Fue una larga peregrinación. La fotógrafa Carole Alkabes trabajó durante tres años para inmortalizar a los mártires olvidados de Suiza. Incansable, pidió y obtuvo la apertura de altares y relicarios. En muchos casos, los propios párrocos ignoraban lo que había dentro.

La historia transcurre entre los siglos XVI y XIX. La Iglesia católica, ansiosa por perpetuar el recuerdo de su dolorosa fundación, instituyó un auténtico comercio de restos para contrarrestar los efectos de la Reforma y asegurar la fe de los creyentes. Ya en 1578 se enviaron desde Roma miles de esqueletos descubiertos en las catacumbas de los alrededores de la Ciudad del Vaticano, que consideraba eran los de los primeros creyentes martirizados por ser cristianos.

Durante 250 años, las reliquias fueron transportadas y esparcidas por la guardia suiza del Vaticano en Suiza, Austria y Alemania. En todas partes, su llegada se celebraba con suntuosas ceremonias: en aquella época, poseer los restos de un santo mártir, completos si era posible, favorecía la salvación de todos: para una iglesia, un monasterio o incluso una familia adinerada, era una forma piadosa de asegurarse protección divina y prestigio. Las reliquias se encuentran aún hoy en lugares santos, a menudo olvidadas por todos.

No hay nada polvoriento en los esqueletos y restos de los cientos de mártires de la Iglesia católica que la fotógrafa encontró en más de 250 abadías, conventos y parroquias de todo el país. La fotógrafa recrea un escenario barroco, con los muertos cubiertos de sedas preciosas, joyas y perlas en abundancia. Detrás de la extravagancia hay una impresión de encarnación, la personificación de alegorías fantásticas no exentas de humor. A menudo se les adjudicaban poderes milagrosos. A San Leoncio de Muri, por ejemplo, se le atribuyen nada menos que 410 milagros y curaciones.

El resultado es un libro de más de 200 páginas profusamente ilustrado, en el que la fotógrafa suiza expresa también su relación con la muerte en sus propias palabras. “Hoy en día, la muerte se ha convertido en un tema tabú. Intento que la gente olvide sus ideas preconcebidas y vuelva a hablar de ella, para reivindicar esta faceta de la vida”. Y para ello, según la artista, nada mejor que observar un esqueleto: “Es lo único que quedará de nosotros, y entiendo que la gente tenga miedo, pero hay que domesticarlo, si no, se vuelve macabro”.

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