‘El pianista del gueto de Varsovia’, de Wladyslaw Szpilman

ANDRÉS G. MUGLIA.

Quienes hayan visto la película El pianista, por la que el actor Adrien Brody obtuvo el premio Oscar, tiene que haber sentido curiosidad por la obra que le dio origen. El libro autobiográfico donde el pianista polaco de religión judía Wladyslaw Szpilman, cuenta sus vivencias en el gueto de Varsovia durante la Segunda Guerra Mundial.

Román Polanski, el célebre director polaco de este film, rehuía dirigir un guión que removiera sus recuerdos infantiles en otro gueto, el de Cracovia, donde vivió (o sobrevivió) en la misma época que Szpilman hacía lo suyo en la capital polaca. Pero aparentemente algo lo atrajo del libro del pianista, algo que supo transmitir a su película: el distanciamiento, la objetiva frialdad con que Szpilman describe la terrible realidad que le tocó vivir. Es extraño advertir este rasgo tanto en la película como en el libro. Sin embargo, puede atribuirse al hecho de que Szpilman escribió esas memorias en el año 1946, uno después de terminada la guerra. Los recuerdos seguían vivos y, como dice Wolf Biermann, poeta y ensayista polaco, esta particularidad de foto instantánea de lo vivido, esta natural y azorada inmediatez con que Szpilman vomita imágenes de asesinato, muerte, horror, hambre y azaroso peligro; se debe precisamente a que El pianista de Varsovia fue escrito “en caliente” con un Szpilman aún conmocionado por lo vivido.

Esta suerte de inocencia con que el libro está escrito, que no se detiene en largos soliloquios sobre la condición humana o el destino de asesinos y asesinados, sino que presenta la realidad tan cruda que no necesita más comentarios; hace que el texto vuele lleno de interés, para luego encender las reflexiones del lector al cerrar las páginas o apagar la pantalla. El libro nos va introduciendo de a poco, como a Szpilman y su familia, que sumaban siete entre hermanas, hermano y padres, en el horror progresivo que fue oprimiendo a la población judía de Varsovia hasta cristalizarse en el gueto. El modo en que describe esta progresión, y la negación permanente de sus padres, hermanos y conocidos en creer los rumores del exterminio, hasta que luego de dos años de encierro y sometimiento son conducidos a los trenes que los llevarían a la muerte; de buena cuenta de cómo a veces la esperanza, el deseo de vivir, es capaz por su fuerza de sortear las evidencias.

Hay una escena en especial, en la que el padre de Szpilman y un amigo discuten mientras esperan para ser “reubicados” bajo el sol inclemente de la Umschlagplatz de Varsovia. El amigo de su padre despotrica contra los que se someten mansamente, pidiendo rebelión en el último momento, y la respuesta del padre: “no somos héroes”, es una de las mejores muestras de lo ocurrido durante el holocausto. Un grupo de gente común, como yo, como usted que lee esto; un conjunto de hombres, mujeres, niños, familias: profesionales, artistas, empleados y empleadas, amas de casa, estudiantes, colegiales, sometidos de golpe a una realidad que los aplasta y lo extermina; sin una ley, sin una lógica. Un caos organizado con dirección a la muerte en el que no terminan de creer.

Es la misma estupefacta y primera incredulidad de otros desventurados que dejaron su testimonio: Ana Frank, Primo Levi; a los que se agrega este de Szpilman, uno de los que más han concitado la atención en las últimas décadas; quizás, y seguramente, por su lanzamiento en formato película. Pero el libro de Szpilman merece atención por derecho propio. Sin embargo, cuando vio la luz en el año 1948, duró poco en circulación. La nueva administración de Polonia, que miraba temerosamente hacia el este, no veía con buenos ojos este tipo de testimonios. Especialmente uno que recuperara la humanidad de alguno de sus enemigos. Tal el caso del capitán del ejército alemán Wilmn Hosenfeld, que ayudó a Szpilman a ocultarse y sobrevivir en el ático de un edificio donde el ejército alemán había establecido sus oficinas administrativas. Hosenfeld, como Schindler, aunque en menor medida, se contó entre los alemanes que ayudaron a salvar vidas judías, y fue fundamental para que Szpilman sobreviviera y pudiera contar su historia. Pero en el imaginario de los vencedores no había espacio para los contrastes o para “alemanes buenos”, por lo que el libro de Szpilman fue prohibido. Recién en 1998 una edición en idioma inglés redescubrió esta obra y poco después el cine le dio carnadura en el año 2002.

Hay otro condimento fascinante en este libro, y es su división clara en dos partes. La primera, la descripción del gueto y la terrible vida de sus habitantes; incluida la organización de la resistencia (pues también existió) de la que Szpilman participó traficando municiones. La segunda, la supervivencia de Szpilman en una ciudad desierta, muerta y bombardeada, solamente habitada por la amenaza alemana que todavía la patrullaba. Szpilman se convierte en una especie de Robinson Crusoe (él mismo establece la comparación) pero del infierno. Buscando comida, abrigo y protección en una ciudad en ruinas. Al cambiar el nombre original del libro, que en su primera edición se tituló “Muerte de una ciudad” se perdió la connotación tan fuerte que esta figura tiene en la segunda parte del texto. Porque Szpilman, como un microbio (porque pequeñez e insignificancia es esencial en este tipo de supervivencia), logra mantenerse en pie dentro del cadáver de esta ciudad. Consigue con astucia, desesperación y una dosis increíble de suerte, salir adelante en un contexto que se presenta erizado de peligros en todas las formas concebibles.

Duro, a veces difícil de leer, no por el estilo sino por las atrocidades que describe con crudeza, pero también poético de modos muy sutiles, como cuando Szpilman describe una puesta de sol desde uno de sus inagotables escondites; todo eso configura un libro fascinante y que el amante de la historia, y de intentar asomarse a la comprensión de los hechos incomprensibles (paradoja) de esa historia, está obligado a leer.

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