Los ‘Diarios’ de Samuel Pepys y la revelación de la historia

CESÁREO GONZÁLEZ.

El hombre que cuenta su vida detallada, con extrema minuciosidad. La cotidianidad más íntima, el momento común, las horas del día, las actividades que lo conforman. Sus pensamientos más inconfesables. El lector según la estética de la Recepción de Jauss, o según las teorías del posestructuralista Barthes, hace las funciones de psicoanalista cultural. 

El señor Samuel describe en una pormenorizada sucesión de actos, su inmersión en la sociedad. Un diario de estas características nos abre las puertas a las costumbres sociales, culturales, gastronómicas, morales, sexuales de la época. Es un privilegio inmenso, una oportunidad incalculable para aprender del pasado. 

Para Pepys hay muchos momentos cruciales, el devenir está regido en su mayor parte por acontecimientos luctuosos, por grandes movimientos telúricos. El gran incendio de Londres, la peste del siglo XVII. De esas catástrofes el pueblo siempre ha salido reforzado, siempre ha aprendido lecciones de incalculable valor. Los acontecimientos extraordinarios tienen un poder transformador, catártico por el contrario los acontecimientos prosaicos, rutinarios conforman la vida, hilvanan las costuras de la existencia. Y esa, en cierto modo, es el sentido de un diario. 

Samuel Pepys empezó a escribir sus diarios en 1660 en Londres su ciudad. Por lo tanto, sus vivencias, sus apuntes se enmarcan en una época determinada en un espacio geográfico concreto. A través de sus apuntes nos asomamos de una manera privilegiada, como si abriéramos una ventana al hogar de los londinenses del siglo XVII.

De origen humilde, gracias a un familiar renombrado Sir Edward Montagu, Lord Sandwich, tuvo la oportunidad de colocarse en la administración. Es interesante ver, asimismo, la red de clientelismo, el nepotismo de la época. Aunque, cabe decir que Samuel se esforzaba en su labor para conseguir méritos. Asístimos a las conversaciones con su mujer en plena intimidad hogareña. Expresan sus anhelos, sus pequeños logros, los planes de futuro. Al tiempo que nos cuenta estas inquietudes nos expone con todo tipo de detalles el menú del día, su bebida, los utensilios, el tipo de bajilla, las ropas que viste, el horario de comidas (una lengua de vaca y una ubre), cuando descansa. Es un auténtico dietario. Con su pluma disecciona la vida como si fuera un forense hurgando en un cuerpo para sacarle los más íntimos secretos no revelados.

Todos los días reserva un pequeño espacio para escribir lo que le ha acontecido, agregando comentarios de índole personal. Son estas reflexiones particulares las que dan un valor añadido al diario. Da la impresión de que estamos escuchando furtivamente detrás de la puerta de la consulta de un psicoanalista. Somos testigos privilegiados de los pensamientos más recónditos de un individuo del siglo XVII. Hay que tener en cuenta que lo que nosotros leemos, ni su mujer lo conoce, lo que le oculta a sus seres más queridos. En su libro confiesa lo inconfesable. Sabemos que se ve con una jovencita, y que siente unos terribles remordimientos por ello. Conocemos su ambición y sus planes de futuro, el dinero que gana y que guarda celosamente en un baúl.

Tiene la suerte de ser familiar de Lord Sandwich, pues con sus contactos cercanos a la corona le hace más fácil la vida. Su carrera de funcionario llegó muy lejos. Ocupó el cargo de Secretario del almirantazgo y llegó a ser miembro del parlamento.

Cultiva con esmero las relaciones sociales, ya que su prosperidad depende de ello. Aunque eso le suponga gastar más de la cuenta. 

Al mismo tiempo, y en paralelo a sus asuntos personales, a la cotidianidad de una ciudad próspera aparece la peste. En medio de un estío inusualmente caluroso y seco, la epidemia se expande como un gas letal y se va cobrando víctimas en un goteo incesante: “Muere tanta gente que no hay más remedio que enterrarla de día. Ya no bastan las noches. El Lord Mayor ordena al pueblo que no salga después de las nueve, a fin de que los enfermos puedan ir a tomar aire”. Relata episodios espeluznantes en medio de la normalidad y el devenir de la ciudad. La sociedad intenta seguir con sus rutinas, pero a cada rato las noticias les hunden en la realidad indeseada en un lugar como la City que, en aquel tiempo despuntaba ya como un privilegiado centro de negocios y altas relaciones diplomáticas, casi todas relacionadas con las posesiones de la corona y sus transacciones. Así, escribe el día diez de agosto de 1665: “A la oficina, donde nos quedamos toda la mañana, impresionadísimos por la forma en que aumenta el boletín de mortalidad: más de tres mil defunciones esta semana. Vuelto a casa, me puse a redactar mi testamento. Me he comprometido por juramente a terminarlo mañana por la noche, pues la ciudad se ha tornado tan malsana, que no puede contar uno con dos días de vida”.

Tras un verano infernas, el otoño trajo consigo un cierto alivio. Las bajas disminuyeron y con ello un atisbo de normalidad, aunque el veinte de noviembre escribe: “a la iglesia, siendo el día de acción de gracias por la cesación de la plaga. En la ciudad se dice que se han apurado demasiado, puesto que algunas personas aún están enfermas”. 

Nuestro autor retoma sus rutinas diarias; su trabajo, la intendencia del hogar, que llevaba como mucho rigor: “Diciembre, 30, toda la tarde ocupado en mis cuentas; descubrí, con gran júbilo, que poseo mucho más de cuatro mil libras, por lo cual alabado sea el Señor”.  Asimismo, dedicaba mucho tiempo y esfuerzo a cultivar sus amistades, las salidas a las tabernas a beber, en muchas ocasiones en exceso, a tal punto que tuvo que poner remedio. Intentaba frecuentar la iglesia para expiar sus culpas y para apreciar o criticar los sermones a los que prestaba una inusitada atención: “cuatro de febrero, día del Señor. Mi esposa y yo acudimos por primera vez juntos a la iglesia, desde la peste. Nos decidimos al enterarnos de que Mr. Mills pronunciaría su primer sermón. Esperábamos escuchar alguna excusa razonable por su alejamiento de la ciudad antes de que nadie saliera y su regreso luego que todos volvieron. Pero sus frases fueron pobres y su excusa débil”.

Hombre sofisticado, un privilegiado, que escapa de la mediocridad y de las carencias y privaciones propias del momento. Atesora cierta cultura, toca la viola y el violín. Le gusta la lectura y el teatro. Acude a las incipientes obras de Shakespeare, al que hace feroces críticas. Hay que entender que la fama del escritor inglés todavía no había alcanzado las cotas posteriores. Otro de sus entretenimientos habituales era asistir a las ejecuciones públicas. Se ponían sus mejores galas y buscaban buenas ubicaciones para no perderse detalle: “enero, 21. Me levanté y luego de enviar a mi mujer a casa de tía Wight para que reservara desde donde presenciar la ejecución de Turnor. Conservaba aun su manto sobre la espalda, cuando hicieron oscilar la escalera. Era un hombre aguerrido, y se le vio sereno hasta el fin. Se asegura que había doce o catorce mil personas en la calle”. 

Cuando todo parece ir bien, y la peste va remitiendo, un nuevo y terrible acontecimiento tiene lugar. Día dos de septiembre de 1666: “día del señor. Algunas de nuestras doncellas, que permanecieron despiertos hasta tarde efectuando los preparativos para la festividad de hoy, nos llamaron a eso de las tres para señalarnos un gran incendio que se divisaba en la City”. Un terrible incendio que asoló el centro de la ciudad. La mayoría de las casas de las estrechas calles estaban construidas en madera. Ese verano hubo una sequía inusual. El viento avivó las llamas hasta convertir la urbe en un auténtico polvorín.  Pepys contemplaba aquella catástrofe con pavor. Los habitantes estaban desolados. De todos modos, y dada su posición intentó tomar la iniciativa. Se le ocurrió movilizar a los trabajadores de los astilleros para que ayudaran a derribar las casas colindantes. Tuvo que pedir los oportunos permisos. Por fin tras angustiosos días de lucha se logró controlar el fuego.

Dado el momento que estamos viviendo es necesario revisar la historia, los grandes acontecimientos, hecatombes que han tenido lugar en las diversas épocas. Partiendo de la base de que no somos mejores, ni más sofisticados, ni más avanzados. Cada tiempo tiene su anhelo, su impulso, su necesidad, pero la gran arrogancia es no querer aprender del pasado, no querer estudiar la historia. Dice el filósofo todo está escrito, el agorero, el gurú, el predicador. Nunca llega la revelación, nunca llegaba el día, nunca llegaba el tiempo del hombre, de la verdad, el momento. Nos creíamos por encima del bien y del mal, el hombre conectado, el posthumanismo. Nada, nada de eso nos sirve, nos vale, nos reconforta. Aquí está abierta en canal la revelación, la supuración planetaria, y nada, nada de lo actual nos vale. 

Pero si nos vale, o mejor dicho nos hubiera valido el recordar o releer lo que ya decía Camus en La peste: “Ha habido en el mundo tantas peses como guerras. Y, no obstante, pestes y guerras cogen siempre desprevenida a la gente”. 

Precisamente ése el valor de la cultura, de la interpretación de la historia. Incorporar el conocimiento adquirido, hacerlo nuestro y saber regurgitarlo cuando es necesario. Ahora solo hay una acuciante huida hacia delante, en busca de un futuro tecnologizado, aséptico y a salvo de todo mal. Siempre he creído que la excesiva dependencia de las tecnologías, su uso indiscriminado nos aportaba una falsa idea de seguridad, en la medida que también nos aleja de la realidad, del suelo que pisamos, el paso corto y la pulsión filantrópica. Aunque sea duro y desagradable e incluso oportunista hay que recordar estos fragmentos de Camus, que ya había reflexionado sobre los paradigmas humanos: “nuestros conciudadanos no eran más culpables que otros; simplemente olvidaban ser modestos, pensaban que todo era posible para ellos, lo que equivalía a pensar que las calamidades eran imposibles. Continuaban haciendo negocios, preparaban viajes y tenían opiniones, ¿Por qué habrían de pensar en la peste, que suprime el porvenir, los desplazamientos y las discusiones?”.

De nuevo la literatura como terapia, como tabla de salvación, como elixir, como bálsamo, como guía y referencia. La literatura como espejo de la realidad, como filón de donde extraer la materia para la vida.

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