Echa a andar con Erasmo la colección HUMANITAS

Ismael Sánchez.- Con Del desprecio del mundo, de Erasmo de Rotterdam, en traducción de Miguel Ángel Granada (sin duda, el más eminente especialista de la filosofía del Renacimiento en nuestro país), echa a andar la colección HUMANITAS, coeditada por Cypress Cultura y la editorial Thémata. Con ella, sus directores (José Luis Trullo y Jesús Cotta) se proponen dar a conocer a los lectores del siglo XXI textos de autores de los siglos XIV al XVI que, o bien llevaban tiempo sin ser reeditados, o bien nunca han sido traducidos a nuestro idioma. Además, acogerá estudios y monografías acerca de una época de la cual aún tenemos muchas cosas que aprender, y no sólo en un plano teorético o erudito; de hecho, en no pocos aspectos, con ella compartimos problemas e inquietudes, de modo que, mediante un mayor y mejor conocimiento de la misma, tal vez podamos extraer ciertas lecciones de carácter práctico.

Más allá del indudable interés que las obras que compondrán la colección puedan poseer por sí mismas (y entre los autores escogidos están Petrarca, Lorenzo Valla o Sebastian Castellio), los editores las abordan por su valor pedagógico desde una perspectiva múltiple: moral, intelectual y también espiritual. Es decir, el énfasis se decantará por aquellos textos en los cuales sus autores se adentran en cuestiones universales cuya vigencia resiste la erosión del tiempo. No es casual que el propio título de la serie, HUMANITAS, incida en esa dimensión ucrónica de ciertos temas, pues el hombre ha sido, es y será siempre el mismo, con idénticas angustias e ilusiones, por mucho que el modo de encauzarlas haya variado según las épocas. De hecho, si esta propuesta se centra en el humanismo renacentista es porque es él, de manera eminente, el que acertó a centrar el debate en torno a la universalidad de la aventura humana, mediante una inteligentísima síntesis de los preciosos legados de la Antigüedad grecorromana y el cristianismo. Nunca hasta entonces –ni demasiadas veces después– se alcanzó una voluntad tan elevada y honesta de cosechar lo mejor de ambos mundos: en cuanto principie la Modernidad, el primero quedará relegado al ámbito académico y estético, mientras que el segundo deberá pelear de manera encarnizada contra los intentos de confinarlo en el ámbito estrictamente personal, sin auténtica repercusión social.

Esta es una dimensión del humanismo renacentista que resultta clave, y que justifica su plena vigencia: apelando a un concepto integral del ser humano, integrando el patrimonio cultural más eminente (tanto secular como religioso) en una apuesta común, es de su mano como, tal vez, podamos retomar el contacto con las fuentes de nuestra propia identidad en cuanto civilización, y así revitalizarla ante los decisivos retos a los que se enfrenta en todos los órdenes. De hecho, al humanismo del siglo XVI corresponde el mérito de tratar de armonizar las divergencias conceptuales que asuelan el mundo, con sus disputas interminables, en alguna suerte de denominador común, de entente de mínimos. Es así como la cultura sirve al fin superior para el cual nos fue donada: para vivir bien y entendernos mejor, a nosotros mismos y entre todos, y no como lucimiento de conocimientos inanes.

Desde esta perspectiva, empezar la singladura con Erasmo de Rotterdam no deja de ser una poderosa declaración de intenciones. El humanista holandés, con su decidida defensa de una Philosophia Christi, acertó a apuntar hacia ese horizonte en el cual entran en diálogo, de modo franco y pacífico, los naturales contrastes entre las personas, las convicciones y las tradiciones. Sin ser esta una obra central en su producción, sí que constituye Del desprecio del mundo un texto que abunda en reflexiones fecundas, aparte de incidir en la dimensión moral del ser humano y en su compromiso con la trascendencia. En la línea del estoicismo clásico, Erasmo conmina al lector a adentrarse en sí mismo, a depurar sus peores pasiones y a comprometerse activamente en la búsqueda de esa luz que le guíe en el duro camino de su existencia, la cual, como afirmaba Michel de Montaigne, sólo puede provenir de Dios:

«Sólo las cosas que nos llegan del cielo tienen derecho y autoridad de persuasión; sólo ellas poseen la marca de la verdad, que tampoco vemos sino con nuestros ojos, ni recibimos sino con nuestros medios. Esta santa y grande imagen no podría residir en un domicilio tan miserable si Dios no lo prepara para tal uso, si Dios no lo reforma y fortifica por su gracia y favor particular y sobrenatural»

(Apología de Ramón Sibiuda).

¿Y qué mejor propuesta, para los tiempos que corren, atenazados por la codicia, el encono ideológico y la discordia por bienes ilusorios? Escuchemos a Erasmo, sopesemos su propuesta y meditemos. A buen seguro que extraeremos una valiosa lección de vida, que es la vocación a la que debe tender toda sabiduría auténtica.

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