Un clásico del teatro en el cine con Olivia de Havilland y Montgomery Clift: «La heredera»

Por Horacio Otheguy Riveira

Suma de talentos hasta llegar a una película muy grande, un sutil melodrama presidido por un padre terrible, símbolo perfecto del autoritarismo clasista patriarcal junto a un joven muy atractivo que tampoco es trigo limpio para la hermosa e incauta única hija.

Mucho y muy bueno podemos encontrar aún, 71 años después, en una película que gana con los años, destacando la realización con una fotografía en blanco y negro magistral e interpretaciones muy cuidadas al mejor estilo de la época, limitando los primeros planos, pero cuando toca los ejecuta con una distinción donde la elegancia burguesa del ambiente permite entrever convulsas emociones.

Todo empezó en 1880 en Washington Square, una novela corta de Henry James, en la que el autor —siempre interesado en el doloroso devenir de las mujeres en la sociedad que le tocó vivir (Nueva York, 1843-Londres, 1916)— plantea en esta historia el gran amor de la única hija de un acaudalado viudo por un apuesto joven sin medios, heredero de la fortuna al casarse con ella, matrimonio que el padre se ocupará de impedir, pero que el propio interesado arruinará implacablemente.

Otros dos, Ruth Goetz y Augustus Goetz, formalizaron un matrimonio muy sólido bajo el mismo techo y tecleando numerosos textos como escritores de cine, televisión y teatro, juntos y por separado, En conjunto firmaron la autoría de la versión teatral de la novela, de gran éxito, estrenada en Broadway en 1947.

Rápidamente se compraron los derechos para el cine y la película se estrenó en 1949 con el mismo título teatral: La heredera (The Heiress), protagonizada por Ralph Richardson en el papel del padre, Olivia de Havilland como la dulce y sufriente hija y Montgomery Clift en el papel del guapo galán en entredicho.

Richardson murió a los 80 años en Reino Unido, donde había nacido. Montgomery Clift falleció a los 45 años, víctima de angustias personales que le hicieron adicto al alcohol y las drogas. Olivia de Havilland falleció poco después de cumplir 104 años. Fueron actores de gran talento que en esta película lucen de manera muy significativa su sensibilidad: cada instante está cargado de tensión, oscuridad o potente luz que no deslumbra, según las necesidades del guión en manos de un director muy habituado a llevar el teatro al cine: William Wyler (La carta, La loba, La calumnia).

Una experiencia muy interesante volver a ver —y desde luego ver por vez primera— este filme, ya que ninguna técnica de hoy puede sobreponerse al seguro impacto de su visión. Es más, su remake (Washington Square, de 1997, dirigido por la polaca Agnieszka Holland), resulta muy frío, bien realizado con buenos intérpretes, pero muy alejado de la potente fuerza dramática del original que permite una notable empatía con el personaje femenino, superando lo que, a priori, pudiera parecer un caso demasiado antiguo. Como las hijas de Bernarda Alba, Catherine Sloper está hoy presente en numerosas sociedades más represivas aún, pero también en las más abiertas como la nuestra donde violencia, censura, represión siguen limitando profundamente el desarrollo de muchas mujeres.

El director observa con evidente simpatía a sus protagonistas mientras ensayan una escena.

Hay una serie de secuencias que ejemplifican magistralmente los estados de ánimo de Catherine Sleper (Olivia de Havilland) y que, siendo muy teatrales, es a través del cine donde mejor podemos acompañar las alegrías fugaces y la infinita desdicha de una mujer que lo tiene todo para ser ella misma —en el amor, ya que en todo lo demás es una señorita prisionera de la seguridad económica de su familia— y sin embargo no consigue identificar ninguna capacidad de rebelión profunda. Estas secuencias de Catherine subiendo la imponente escalera de la casa u observando desde un descansillo, implican una densidad que habla por sí misma de la riqueza de esta creación artística.

EXTRACTO DEL FINAL DEL CAPÍTULO 9 DE LA NOVELA WASHINGTON SQUARE

-¿Quiere encontrarse conmigo, mañana o pasado? -le dijo en voz baja a Catherine.
-¿Encontrarme con usted? -preguntó ella alzando hacia él sus ojos asustados.
-Tengo que decirle algo muy particular.
-¿No puede venir a casa? ¿No puede decirlo allí?
Townsend movió melancólicamente la cabeza.
-No puedo volver a su casa.
-¡Mr. Townsend! -murmuró Catherine. Tembló pensando en si su padre se lo habría prohibido.
-No puedo, sin perder la propia estimación -dijo el joven-. Su padre me ha insultado.
-¿Insultado?
-Sí, me ha echado en cara mi pobreza.
-¡Está equivocado, le ha entendido mal! -dijo enérgicamente Catherine, levantándose de la silla.
-Quizás yo sea demasiado orgulloso, demasiado sensible. ¿Pero me aceptaría si no fuese así? -preguntó con ternura.
-En lo que respecta a mi padre no debe tener tanta seguridad. Está lleno de bondad -dijo Catherine.
-Se rió de mí porque carecía de posición. Yo se lo consentí, por tratarse de usted.
-No sé -dijo Catherine-. No sé lo que pienza. Estoy segura de que su intención es buena. No debe ser
demasiado orgulloso.

-Sólo estaré orgulloso de usted -repuso Morris-. ¿Quiere encontrarse conmigo en la plaza, por la tarde?
Catherine enrojeció vivamente, en respuesta a la declaración que acabó de citar, y se volvió sin hacer caso de la pregunta.
-¿Lo hará? -insistió él-. Allí no hay nadie, al anochecer.
-Usted es el que se burla cuando dice tales cosas.
-¡Querida niña! -murmuró el joven.
-Sabe muy bien que no tiene mucho para estar orgulloso de mí. Soy fea y tonta.
Morris saludó aquella observación con un ardiente murmullo, en el cual Catherine sólo pudo distinguir que
para él, ella era lo más precioso del mundo.
Pero continuó:
-No soy siquiera… Siquiera… -e hizo una pausa.
-¿No es qué?
-No soy siquiera valiente.
-Entonces, si tiene miedo, ¿qué vamos a hacer?
Ella vaciló un momento y luego dijo:
-Venga a casa. De eso no tengo miedo.
-Preferiría la plaza -le apremió él-. Ya sabe lo vacía que está. No nos verá nadie.
-No me importa que nos vean. Pero déjeme ahora.
El se alejó resignadamente; había logrado lo que quería. Afortunadamente, no supo que media hora después, al volver en compañía de su padre, la pobre muchacha, olvidando su declaración, comenzó a temblar de nuevo. Su padre no dijo nada; pero Catherine tenía la idea de que en medio de la oscuridad los ojos del doctor estaban fijos en ella. Mrs. Penniman también callaba; Morris Townsend le había dicho que su sobrina prefería una entrevista en un gabinete tapizado con chintz a una cita sentimental junto a una fuente tapizada de hojas secas, y ella estaba asombrada ante la rareza -casi la perversidad- de la elección.

 

En España se hicieron tres adaptaciones. La primera en 1951. Teatro María Guerrero. Dirección de José Luis Alonso. Elvira Noriega (sustituida luego por Blanca de Silos), Enrique Diosdado, Adolfo Marsillach.

El segundo montaje fue para televisión, emitido en el espacio Primera fila de TVE el 4 de enero de 1963. Intérpretes: María Dolores Pradera (foto), Francisco Morán, Antonio Prieto y Nélida Quiroga, con dirección de Pedro Amalio López.

Por último, en el Teatro Maravillas, 1997. Intérpretes: Esperanza Elipe, Víctor Valverde, Carmen de la Maza, Andoni Ferreño, Sandra Toral, Lola Cordón, Silvia Ramírez, Pablo Calvo, , Mara Goyanes. Escenografía de Feliz Murcia y Rafael Palmero. Vestuario: Javier Artiñano. Dirección: Gerardo Malla. Teatro Maravillas, 1997.

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