‘Desertores’, de Charles Glass

ANDRÉS G. MUGLIA.

Durante siglos la literatura, pero también las artes plásticas y después el cine, han difundido relatos, historias y leyendas de héroes. Hombres valientes que, poco menos que semidioses estoicos ante las más variadas amenazas, sobrellevan todos los peligros por una u otra razón: el amor, la patria o el gusto por la adrenalina. Y si cronológicamente Ulises no es el más remoto ejemplo de este género de historias, sí es uno bueno para demostrar que los relatos de gestas heroicas son constitutivos de cualquier cultura. Esta glorificación habilita una demoledora lógica maniquea: un hombre valeroso es digno de destacar y admirar, uno cobarde de sufrir el escarnio y el desprecio.

Noveladas, exageradas, utilizadas como ejemplo o parábolas, las historias de aventuras han sobrevivido siglo tras siglo exaltando un estereotipo de hombre (porque casi todos estos relatos los tienen como protagonistas) macho, audaz, que arriesga todo por una causa noble. Y ese estereotipo encarna su imaginario en la figura de un personaje rudo, de pocas palabras, hombros anchos, mirada desafiante y personalidad rebelde. El cine siguió rizando el rizo hasta el hartazgo, llenando el horizonte simbólico de occidente de figurines difíciles de creer.

Pero qué sucede con los otros, los cobardes, los que prefieren retroceder, servir para otra batalla, renunciar (como la lógica y Natura indica) a una muerte segura. Son dejados al costado de la historia o en el mejor de los casos, recordados como ejemplos negativos, a veces como villanos. El cobarde no tiene lugar en la historia de ningún país, nación o raza, más que como contrapunto o contraste que magnifique la figura de héroe.

Charles Glass es un periodista nacido en Los Ángeles que sabe bastante de valientes y cobardes, pues fue corresponsal de guerra en numerosas ocasiones. Jefe de corresponsales para la cadena ABS en medio oriente, ha escrito para medios como Newsweek y The Observer. En su larga trayectoria se ha especializado en temas relacionados con la Segunda Guerra Mundial y la región del oriente medio. Glass es una voz más que autorizada para hablar de aquellos otros, los dejados a un lado de la historia y la cultura, los cobardes, los olvidados.

Pero en Desertores Glass se encarga prolijamente de dejar en claro una cosa: muchos de los supuestos cobardes no son otra cosa que enfermos quebrados por una patología que hasta después de la Segunda Guerra Mundial no tenía ni siquiera algo cercano a una categoría clínica que la definiera: el síndrome de estrés postraumático. 

Aunque este trastorno era conocido desde hacía siglos, lo que en la Primera Guerra, con sus eternos días de temerosa e insoportable expectación entre una trinchera y otra se conocía simplemente como fatiga de combate o shell shock, y en el peor de los casos como lisa y llana cobardía, no obtuvo un estudio serio por parte de la psiquiatría  hasta después de la guerra de Vietnam, y recién tuvo una definición concreta como patología en el Manual de diagnóstico y estadística de trastornos mentales tercera edición (DSM-III) del año 1980.

Lo que hoy en día es un diagnóstico aplicado a trastornos de pacientes que no necesariamente han tenido la mala fortuna de pasar por una guerra, y que sirvió para tratar a excombatientes de las numerosas conflagraciones con que nos obsequiaría el siglo XX (134 desde la Guerra Bóer de 1899 hasta la Segunda Guerra Civil de Liberia en 1999) es el eje del libro de Glass; la llave que le sirve para explicar y desentrañar los fascinantes destinos que debela Desertores.

Glass cuenta en la historia de Jonh Blain, soldado británico destinado durante la Segunda Guerra a la mítica batalla de El Alamein, o de Steve Weiss, norteamericano que participó en la invasión de Italia, el destino de miles de hombres que tuvieron un click en su cabeza después de atravesar los horrores más indecibles. Blain describe sus experiencias en combate en el libro Remembering Alamein

Y el peor sonido, en una batalla,
El que todavía oigo,
La voz de los camaradas
Gritando de terror y agonía.

Luego de que una ráfaga de ametralladora alcanzara al sargento de su compañía, diez años mayor que él, anota: “Escuchar su voz sollozando y, en realidad, llamando a su madre fue tan… no sé, humillante… Sentí una turbación que ni siquiera ahora puedo comprender del todo, porque lo habían reducido a un bebé”.

Blain escapa finalmente, incapaz de seguir viviendo dentro del horror, es capturado y llevado a una cárcel para desertores en el norte de África y sometido a otros espantos nuevos por parte de su propio ejército. Weiss sufre una suerte análoga, deserta con cinco compañeros en medio de los intensos y sangrientos combates contra un ejército alemán que se niega a ceder los terrenos de su aliado italiano; también es apresado y juzgado sin tener en cuenta su patología. Ambos sufrieron sin embargo mejor suerte que Eddie Slovik, soldado estadounidense que fue el último ejecutado por el ejército de EE.UU. al ser encontrado culpable de deserción. Slovik fue fusilado en enero de 1945.

En la historia de Blain, de Weiss y de Slovik; Charles Glass cuenta el destino de los cientos de miles que lucharon y luego desertaron del espanto injustificable de la guerra. Entremedio de su relato, exhaustivamente documentado pero lleno de la calidez de los testimonios de quienes estuvieron en la línea de fuego, Glass se las arregla para hacer una acuarela veraz y palpitante de esa guerra: su confusión, contradicciones, injusticias y su fundamental locura. Locura que no permite que una pulsión lógica y esencial como es la conservación de la propia vida tenga lugar.

El novelista norteamericano Joseph Heller se asoma en su brillante Trampa 22 a la descomunal paradoja de toda guerra. Con inteligencia, con humor, con brutal ironía, Heller presenta al lector la desnuda contradicción entre lógica y locura que implica someterse voluntariamente al peligro del frente de combate. Por su parte Glass hace su aporte a ese mismo eje, con un registro periodístico y documentado que describe, además, los engranajes con los que el sistema repelía a los que desertaban, ni siquiera por voluntad o por lógica, sino por la mera patología que el frente les había obsequiado: el estrés postraumático. Tanto la obra de Heller como la de Glass cumplen en erosionar, aunque sea un poco, el mito de ese héroe inhumano que ha abonado, desde los tiempos en que las aventuras se transmitían boca a boca, tantos campos de batalla.

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