Pasión por desaparecer

FRANCISCO CERVILLA.

Hay escritores cuyos libros son una generosa  explosión de citas, nombres, recuerdos y anécdotas literarias, inventadas o no, que te atrapan. Me sucedió por primera vez con Sergio Pitol leyendo sus espléndidos El arte de la fuga, El viaje y El mago de Viena, agrupados más tarde como Trilogía de la memoria.

La misma experiencia se repite con cada nuevo libro de Vila-Matas: las referencias no cesan, las evocaciones que suscita tampoco y, cuando te sumerges en el texto, una especie de efecto vilamatiano te contagia de una insensata “energía de ausencia” que se manifiesta en una dispersión que se apropia de ti y te aleja del punto de lectura para ir tras el vuelo de una idea, hasta desaparecer en los espacios invisibles de su escritura. Esa zona intangible desde la que escribe, según afirma él mismo en Marienbad eléctrico.

Durante la lectura de Ese famoso abismo, el libro de entrevistas de Anna M. Iglesia a Enrique Vila-Matas, se me fueron sumando autores y personajes afectados por la pasión del anonimato, el silencio, la ausencia, la huida o la desaparición. Unos citados y otros recordados, algunos títulos leídos y otros no: Blanchot, Beckett, Bernhard, Walser, Bufalino, Levrero, Montano, Schneider, Matías Pascual, Pasavento, Anatol…

De entre ellos me detuve en Wakefield, personaje que da título a un breve relato de Nathaniel Hawthorne, cuya referencia conocía de anteriores lecturas de Vila-Matas, y que guardaba en la imaginaria lista de libros pendientes. Previniendo olvidos, en esta ocasión, me hice con un cuidado ejemplar publicado por Nórdicalibros.

Al terminar la lectura de Wakefield, contagiado por la dispersión, se me ocurrió hacer un experimento. Puse el título en el buscador de una plataforma digital de cine y, sorprendentemente, sin que yo recuerde haber tenido con anterioridad noticias sobre ella, apareció la película El señor Wakefield, basada en la por mí desconocida revisión que Doctorow realizó del cuento de Hawthorne e interpretado por Bryan Cranston, el formidable actor de la serie Breaking bad.

En el celuloide, Wakefield, (el Wakefield de Doctorow, algo diferente al de Hawthorne), abrumado por las cargas de su vida, de un modo imprevisto decide desaparecer. Para ello se oculta en un ático frente a su casa hasta lograr que todos le den por desaparecido: mujer, hijas, amigos. Desde allí espía cómo la vida de los otros transcurre sin él. Con el papel del ausente en su poder, ocupa el centro de la escena, se observa como objeto perdido del Otro y goza contemplando los efectos de duelo que su ausencia causa en los que le quieren. Pasados los años, acosado por las rumiaciones, y cuando su mujer comienza a buscarle sustituto, advierte que su autoexilio corre el peligro de convertirse en un destierro del universo de los otros, y se da cuenta de su tremendo error: “He logrado deshacerme de mi familia, pero no de mí mismo.” Epílogo que define su posición: todo el tiempo ha permanecido pendiente de sí. Y sólo la división que le produce el deseo de su mujer, o mejor, el abismo que éste le abre hacia su verdadera desaparición, logra sacarlo de su ocultamiento.

Al respecto Anna M. Iglesia cita a Gonçalo Tavares: “Desaparecer frente a otros requiere esfuerzo, pero es posible (el buen escondite se resuelve): desaparecer frente al espejo, ese es el gran obstáculo”.

Y seguramente se trate de un obstáculo insalvable: la cuestión es la potencia subjetiva del espejo, la captura más o menos férrea que la imagen ejerce. Ahí radica el estorbo del Wakefield doctorowiano, en la afirmación paradójica de su persona mediante la huida en la que no deja de mirarse, el muro de su ego sostenido en el reflejo de los otros, hasta que el deseo de su mujer lo sacude.

Desaparecer, permanecer en el anonimato, desentenderse del éxito y sus servidumbres, condición particular de algunos escritores para poder crear, no se fundamenta en intentar convertirse en otro semejante, ni en prescindir, como si dependiese de un acto de voluntad, de las identificaciones necesarias para velar una inexistente identidad. Más bien, desaparecer consistiría en la posibilidad de llegar a separase de uno mismo, en poner a distancia la pesadez plomiza del yo, siempre dispuesto a echar sus raíces arborescentes en los efluvios de la gloria y la imagen.

El “arte de desaparecer” causado por un deseo que se ha abierto paso en el sujeto sería, como en un psicoanálisis llevado hasta el final, poder enfrentar la nada que habita al sujeto, encontrarse siquiera de modo efímero con la soledad más íntima y aceptar la verdad que muestra: “nadie puede decir qué se puede hacer para sobrevivir”, como escribiera  Joan Benet.

Sin estas premisas, umbral del vacío, cabe preguntarse si sería posible el acto creativo en la literatura y en el arte en general.

No resulta casual, o tal vez sí, que en Ese famoso abismo la conversación haya transcurrido a través del correo electrónico, de forma que el contenido es resultado del proceso de escritura. Labor que implica la ausencia y el silencio. En el libro, pues, se trata al menos de dos ausencias, la de la entrevistadora y la del entrevistado, conectados a través de sus escritos. Y ¿por qué no?, también la ausencia del lector que aún no estaba allí cuando eso se escribía.

Decía Freud en El malestar en la cultura que la escritura es el lenguaje del ausente. El escritor que escribió ya no está en el escrito, sólo existe en el momento de la escritura, en acto. 

Vila-Matas lo señala en múltiples escritos. En Exploradores del abismo citando a Foucault: “La huella del escritor está sólo en la singularidad de su ausencia.” O en Suicidios ejemplares, haciéndole decir a Anatol que “la obligación del autor es desaparecer”. Obligación ética, claro está.

Frente al anhelo de desaparecer del autor, o frente al efecto de su desaparición, inseparable del acto creativo de la escritura, se encuentra la experiencia del lector, para quien la desaparición también opera: la del escritor y la de él mismo.

En Experimentos con la verdad”, Paul Auster lo señala;  “Uno ve el nombre de Tolstoi en la cubierta de Guerra y Paz, pero cuando abre el libro, Leon Tolstoi desaparece. Es como si nadie hubiera escrito las palabras que uno lee… El ser que vive en el mundo –aquel cuyo nombre aparece en las cubiertas- no es el mismo que escribe el libro.”

Sólo importa la obra, decía Blanchot.

Comienzas a leer Ese famoso abismo, el lector se queda a solas consigo mismo y enseguida se desvanece en los intervalos de  la conversación de dos ausentes. Y sin pretenderlo, comparte con el escritor el arte de desaparecer, de modo que sólo queda la escritura atravesada por el abismo, por el sin sentido, espacio invisible por donde esfumarse.

¿Quién ha escrito el libro? ¿Quién escribe el libro abierto e ilimitado?

Y pregunta de nuevo Anna M. Iglesia:

“Y a propósito, ¿qué está por venir de la literatura de Vila-Matas?

Ese famoso abismo

¿Es un título?

Es el libro por venir.”

Últimas palabras de la conversación: homenaje a Blanchot y proyecto  vilamatiano contrario a cualquier estabilización de la literatura.

Escribe Blanchot: “Ella (la literatura) nunca está ya aquí, siempre hay que encontrarla o inventarla de nuevo. Ser artista es no saber nunca que ya existe un arte, ni tampoco que ya existe un mundo. Quien busca la literatura, sólo busca lo que se evade; quien la encuentra, sólo encuentra lo que está más acá o, cosa peor, más allá de la literatura. Por eso, finalmente, cada libro persigue a la no-literatura como a la esencia de lo que quiere y quisiera apasionadamente descubrir.”

Desajustes de la existencia e hiancia del sujeto, por decirlo en términos de Lacan, intervalo invisible, falla fecunda donde habita el deseo del sujeto que se precipita en el acto creativo de una inasible escritura.

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