Ramiro Gairín: dos entregas que dignifican lo cotidiano

Por Jesús Cárdenas.

En los setenta era habitual que una banda o un músico publicase dos álbumes de estudio en un mismo año. En 2020, Ramiro Gairín (Zaragoza, 1980) ha dado a la imprenta Andar, Llegar aquí y La ciudad que no somos. Un año par que viene a confirmar una trayectoria poética envidiable. En este escrito nos ocuparemos de los dos últimos libros, que debieron escribirse antes del comienzo de la pandemia.

Llegar aquí y La ciudad que no somos tienen una misma mirada pero distinto pulso y tono. El foco de atención en el que se centra Gairín es lo cercano, los objetos ordinarios, las luchas domésticas, la dicha y la locura presentes. En su descripción de la realidad siempre se halla un grado de meditación que hace trascender lo cotidiano. En las asociaciones halladas en una y otra obra se percibe el grado de percepción y también cómo emplea el zaragozano la imaginación y la experiencia, además de la condensación expresiva en sus versos, que describen un espacio y un tiempo que evocan otros espacios y otros tiempos. En estas dos entregas líricas se retoma la conciencia de nuestro alrededor, de la conexión del ser con el mundo que lo habita.

Llegar aquí, publicado por Versátiles Editorial desde el sur, concretamente la costa onubense. Contiene el prólogo de Juan Marqués, quien afirma: “Hay, en fin, toda una investigación sobre la felicidad en la poesía del zaragozano, una celebración del presente que implica una clara apuesta por el porvenir”. Poética vitalista que se echa de menos en estos tiempos que nos asolan. El conjunto de unos cuarenta poemas posee gran unidad temática: el transcurso sentimental de una pareja. La separación en cuatro secciones casi simétricas obedece más a distintas pausas, más que a un cambio motivado por algunos de los aspectos temático-estilísticos. Cuatro patas de una silla, en señal de equilibrio y armonía, como este libro. Complementa a esta colección de poemas intimistas diversas citas del poeta rumano de habla alemana, Paul Celan.

De un acontecimiento o de un objeto a otro, de un mirar emocionado y pensado, por una geografía íntima de lugares concretos (el avión, Barcelona, el Alentejo, una casa, el ascensor), los lectores se identifican porque lo han sentido así. Es el orden interior el que interesa a Gairín, como se aprecia en “Pensar” o en “Balanza”, entre otros. El poema no expresa el detalle con grandilocuencia: “No va de ideas grandes ni totales: / hay que dejar pensar al cuerpo, / y el cuerpo piensa cuando hace”. En el mismo sentido las aspiraciones del sujeto lírico con lo sencillo pero teniendo en cuenta que hay una forma de superar lo ya dicho: “Y no solo el poeta / que supiera decirlo / de forma original”. Las emociones y las palabras acumuladas traen consigo la necesidad de poner un poco de orden: “Ahora todo esto hay que ordenarlo / y pegarlo en el álbum del deseo”. Estos versos constituyen una verdadera poética. Las referencias literarias (el Cantar de los Cantares, Chéjov, Acis y Galatea, Padura…) y el quehacer poético entra dentro de poemas donde el sujeto se siente bien acompañado por su “Beatrice”. Es el cuerpo de ella lo que impulsa los mecanismos creativos haciendo que los instantes sean irrepetibles: “Viajar es empezar a regresar, / es ir a buscar cómo hacerlo”. Sobresalen dos poemas en “Llegar aquí”: la expresión suave al ver unas fotos en “Fado de Outoño”; y la correspondencia de la pareja en “La ventana de la biblioteca”. De este último son estos versos abrazan al otro y se alzan frente al fluir temporal: “Y como vienen a escuchar, / con el ruido del lápiz en voz alta / –yo los poemas, tú las clases–/ les cambiamos el paso / a veces a las estaciones”. En el cierre el título nos evoca la celebración del existir: “Me gusta la vida / porque nos lo recuerda: / definitivamente, / hay que saber llegar aquí”.

Aunque se ocupa de observar la realidad, el tono es la variante de un poemario a otro. La ciudad que no somos, publicado por la editorial Polibea, atiende las pequeñas emociones y sensaciones que desgranan aquello que compone nuestro círculo más cercano (“La maleta”, “El reloj”, “Las bombillas”, “Los pasillos”…), la relación del sujeto con la naturaleza (“La niebla”, “La ola”, “La tormenta” o “El verano”) pero también lo abstracto (“la espera”, “el silencio”, o “la conversación”), pero siempre con un poso de meditación, una virtud de la poesía de Ramiro Gairín. Refiriéndose a ello escribe en el prólogo Aitor Francos: “para acercarse a la observación meditativa del paisaje y de los acontecimientos corrientes, a la humanización de las ideas y de los hechos triviales y mundanos”. Los objetos nos evocan una vida sencilla, una geografía urbana agraciada. Garín nos sugiere una cotidianidad que apela al instante, reivindicando los instantes pese al tránsito inexorable del tiempo. Un conjunto de cuarenta poemas titulados nominalmente que invita a los lectores a reflexionar, a tomar conciencia y a meditar sobre lo más cercano, lo que nos rodea. El sujeto toma de la visión algo tan cotidiano como es el amanecer: “Arden toda la noche los cristales / del barrio junto al río. / Se ven por la mañana desde el puente / las últimas hogueras”. Versos que sorprenden por su sencillez y por la capacidad evocadora de imágenes. Gairín vibra en el mundo. En sus poemas se ilumina lo que permanece invisible en cuanto a que es imagen habitual. Como si las cosas estuviesen dormidas o formasen parte de un engranaje más profundo que conecta con lo maravilloso, lo insólito, acaso con lo que somos, y el poeta, desde la atalaya de la palabra, les imprimiese una nueva vida. De este modo lo cotidiano es transformado por el asombro en algo sorprendente, en instante irrepetible, así leemos “El hechizo”: “Mantenemos la calma y la sonrisa. / Vamos a trabajar con entusiasmo / y confiamos en que, a nuestra vuelta, / todo se habrá ordenado”.

“La ciudad que no somos, / que está cuando no hay nadie / y gira sobre el sol, / aguarda en las ventanas a que cierren / para entrar a leer”. El título del poemario parte de una negativa, de un imposible colectivo. Pero en nuestra existencia no queda más remedio que el ser acepte los vínculos con el mundo. Reparar en la asombrosa naturalidad con que funcionan los elementos más primarios hasta congelar el instante en que el sujeto repara en ellos. Así, en “El canal”: “Se detiene el agua a mirar, / hace sus cuentas y prosigue. / Aparenta estar quieta en movimiento; / tal vez una lección”. El lapso temporal no nos impide intuir o sentir, siempre con una expresión suave, meditativa: “Mientras tanto esperamos / a que llegue y que pase / otro día especial del calendario”. El tono machadiano está presente en este libro que contiene el asombro y la duda, como lo contiene la composición titulada “El silencio”, una de las mejores del libro: “Debe uno aprender cómo el silencio / encuentra una opinión por cada tema, / para cada opinión logra una forma. / hacerle caso cuando toma forma / de sol o planta / porque arde y crece y muda y vivifica”.

Son los pequeños detalles los que fulguran; es la realidad, sin decepcionar la que se nos muestra. Dignificar lo cotidiano es el testimonio que Ramiro Gairín nos ofrece en Llegar aquí y La ciudad que no somos. Espacio trascendente de lo que somos en una visión que, a menudo, pasa desapercibida.

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