‘La frontera invisible’, de Javier Reverte

La frontera invisible

Javier Reverte

Plaza y Janés

Barcelona, 2022

317 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

Si uno llega a la vejez, se verá atado a los tarros de pastillas y pensará que ha naufragado cada vez que se echa una de ellas al coleto. “La vida ha sido”, se estará diciendo, para luego reflexionar sobre la razón de todo esto. Uno ha pasado sus días y sus noches aguardando a que sucediera algo a lo que llamar vida, y de repente se encuentra dudando si las pastillas son la tabla a la que asirse en el naufragio, o las vitaminas para poder seguir aspirando a ser un pequeño dios en su propia morada. En realidad, sólo sirve salir a buscar la vida, caiga quien caiga, sabiendo que es muy posible que el que caiga sea uno mismo. “No somos nada”, nos repetimos, pero deberíamos seguir la frase con una comparación:  somos nada si nos enfrentamos a qué. Entonces nos daremos cuenta de que sí, que somos mucho.

En realidad, la obra de Javier Reverte (Madrid, 1944 – 2020) posee ese gran valor: somos mucho frente al mundo, somos mucho frente a los demás. Porque ni el mundo ni los demás son algo a lo que enfrentarse: son nuestros compañeros, y es así como vamos siendo conscientes de cuánto valemos. En este mundo sólo hay una cosa que merece la pena, y ésta es querer y ser querido. Javier Reverte emprende un viaje hacia Estambul, Ankara, Teherán, Isfahán, Persépolis, agarrado a sus pastillas para la tensión arterial, sin lamentar que la energía no sea la misma que cuando tenía treinta años. El viaje no es largo, ni es acrobático. Pero contiene, para el lector, esa especia que nos empuja a querer partir.

Vuelve a construir un relato como casi todos los últimos que ha publicado: una imagen, la de la bellísima Plaza Real de Isfahán, basta para ponerse en marcha; en el camino tendrá compañeros y ayudantes por los que sentir admiración y cariño; será un observador incansable, siempre abierto, siempre curioso; y nutrirá buena parte del texto de otras lecturas, de otros viajeros, a los que cita con frecuencia, y sus impresiones sobre los lugares, y de una documentación extensa, que reelabora para sustituir lo que sería el cuerpo de un libro de texto por unos relatos en los que deleitarse.

Como literatura, la experiencia que nos brinda es sencilla. Nadie dijo nunca que la gran literatura tiene que ser una cocina muy elaborada. Reverte sabe que a muchos lectores no les resulta tan sencillo partir. Y para ellos, para todos ellos, ha elaborado un proyecto literario del que hoy, con infinita tristeza, nos despedimos.

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