El poder de las descripciones literarias

GASPAR JOVER POLO.

Es sabido que algunos lectores de novelas se saltan los párrafos descriptivos más largos, o, por lo menos, los afrontan con cierta pereza; y esto sucede así tal vez porque desconocen el gran poder de la descripción en literatura, sobre todo cuando es concebida por un autor dotado de fuerte sensibilidad. Y para  recuperar a estos lectores escépticos por naturaleza o que, tal vez, han sido desengañados por la prosa más ramplona, cabe utilizar a los especialistas más grandes de la historia de la literatura, por ejemplo a los narradores españoles que, a  principios de siglo XX, se dedicaron con particular interés a pintar el paisaje. Me refiero a los novelistas llamados de la generación del 98, a Azorín, a Baroja, a Valle Inclán…, que son los que renuevan el modo de describir realista, del movimiento literario que había dominado durante la segunda mitad del siglo XIX y que se conoce como Realismo. La aportación de este grupo de escritores amantes de la descripción fue decididamente revolucionaria y se basó, sobre todo, en la alta dosis de subjetividad que introdujeron en sus puntos de vista. Su forma de percibir los escenarios y los ambientes y su forma de trasladarlos al papel es todo lo contrario de neutral, de distante, y queda, por tanto, lejos de la objetividad preconizada por otras corrientes literarias, tanto anteriores como posteriores al grupo del 98.

Sobre un viaje de novios nocturno y en tren, Baroja da cuenta con mucho detalle de lo que, por entonces, pudo ver esta pareja a través del hueco de la ventanilla: “Salió la luna del seno de una nube, y rieló en las aguas. Como en un plano topográfico se dibujó la línea de la costa, con sus promontorios y sus entradas de mar y sus lenguas de tierra largas y estrechas que parecían negros peces monstruosos dormidos sobre las olas”, que es una descripción muy subjetiva sobre todo por la comparación con los “peces monstruosos”, El grupo del 98 en general y este escritor en particular gustaban de cargar las tintas tanto para resaltar lo positivo, la belleza del paisaje, como lo que les parecía negativo de los ambientes rurales, y, de ahí lo del adjetivo “monstruoso”. Más ejemplos de este afán por exagerar los detalles negativos lo encontramos cuando la misma pareja de novios llega a Tarragona para visitar la catedral en una tranquila tarde de primavera: “Había un reposo y un silencio en aquel claustro, lleno de misterio (…).

Comenzaron a cruzar por el claustro algunos canónigos vestidos de rojo; sonaron las campanas en el aire. Se comenzó a oír la música del órgano, que llegaba blandamente, seguida del rumor de los rezos y de los cánticos. Cesaba el rumor de los rezos, cesaba el rumor de los cánticos, cesaba la música del órgano y parecía que los pájaros piaban más fuerte y que los gallos cantaban a los lejos con más voz chillona. Y al momento estos murmullos tornaban a ocultarse entre las voces de la sombría plegaria que los sacerdotes en el coro entonaban al Dios vengador”. En general se trata de un momento plácido, de un paseo agradable, todo invita a disfrutar sin más complicaciones; pero Baroja, por lo que sea, prefiere introducir también alguna nota discrepante, muy discrepante, claramente negativa y que no viene demasiado a cuento con lo de la “voz chillona” de los gallos, con lo de “la sombría plegaria” y sobre todo con eso del “Dios vengador”.

La sensibilidad muy particular del autor se entromete y dota al fragmento de una dimensión extra, de una impresión fuera de lo común y que va mucho más allá de la descripción puramente realista; con sus filias y con sus fobias enriquece el punto de vista del que el narrador se sirve. Los párrafos descriptivos alcanzan mayor relieve por este procedimiento y consiguen que al lector le resulte imposible leerlos de forma mecánica, indolente; resulta imposible no sorprenderse al tropezar con los exabruptos que el novelista va distribuyendo a lo largo de la novela.

Otra particularidad que llama la atención en Baroja, y también en otros grandes de la descripción literaria, reside en el hecho de que el gran pintor de ambientes suele tener la habilidad de parecer muy verosímil, tiende a dar la impresión de que él también está o ha estado allí, en el lugar descrito, pues parece lógico pensar que solamente un autor “in situ” es capaz de acumular tantos y tan jugosos detalles. Parece difícil que Baroja se haya podido inventar todo este pasaje del paseo por el claustro, sobre todo por lo que se refiere al detalle de la pugna dramática por sobresalir que mantienen los sonidos producidos dentro de la catedral, los propios del culto religioso, y los ruidos cotidianos que, al mismo tiempo, vienen de la calle.

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