Fallo del XIX Certamen de Relato ¿Dónde está la Navidad?
Reunido el Jurado compuesto por Juncal Baeza, finalista de la edición anterior, María de la Villa, Lourdes Pinel, Carola Aikin y Manuel Moreno Nieto escritores y socios de Améis, Guillermo Gutiérrez, escritor y profesor de Cursos Culturamas, con relación a los 167 relatos concurrentes a esta XIX edición, acuerdan:
1º. Declarar, por mayoría, el primer premio al relato “Pequeños huéspedes” de Agustín García Aguado.
2º. Declarar, por mayoría, el segundo premio al relato “Un buen augurio”, Ernesto Pérez Estevez.
3º. Declarar, menciones orales a los cuatro relatos siguientes finalistas más votados.
Relato «Ya es Navidad», autor, Hugo Folk (nombre literario).
Relato «La sonrisa de Cándido», autora, Gema García Gómez.
Relato «Junglas y yo vengo», autor, Iker Pedrosa Ucero
Relato «Dónde está la Navidad», autora Yuling Cai.
De lo cual, como organizadora del certamen, doy fe en Madrid a 13 de enero de 2023.
Sonia Aldama Muñoz
Asociación de Mujeres Escritoras e Ilustradoras
PEQUEÑOS HUÉSPEDES
Desde el día en que a mi padre se le ocurrió hacernos pequeños como ácaros para guardarnos en los cajones de los armarios, las cosas en casa no han vuelto a ser lo mismo. Hasta hace un par de meses éramos una familia casi normal. Vivíamos con un gato de angora al que todos odiábamos y con el abuelo, amigo de piropear a las chicas desde la ventana de su alcoba, pero ahora las cosas han cambiado. Ya no está el minino, y el viejo se pasa las horas recitando como en un salmo nombres de antiguas novias. Procuramos que los nuevos propietarios de la casa no nos sorprendan durmiendo a pierna suelta sobre las mantas acrílicas del altillo o camuflados bajo la ropa interior con olor a naftalina. Eso de vivir entre objetos usados y ajenos, como dice Áurea, da un poco de asco, la verdad. Todo empezó con aquel maldito burofax del banco. Se nos apremiaba a abandonar la casa por impago de once recibos de la hipoteca. Mi padre, soñador y eterno desempleado, quiso hacerse un Noé en un plis plas, buscó tablones y clavos en los solares del barrio y anunció: construiremos un Arca lo suficientemente confortable para una familia media, solo hay que esperar a que escampe la tormenta, chicos, pero los bancos, como bien se sabe, tienen sus propias leyes sagradas, así que apenas acabábamos de afianzar la bóveda de la nave, nos sorprendió una comitiva judicial acompañada de un camión de mudanzas. Resultado: estábamos en la puñetera calle con lo puesto. El asunto, resolvimos, sería menos dramático si hacíamos piña y afrontábamos sin miedo cualquier contratiempo. Todos a una, dijo mi madre. Al cabo de dos horas regresamos a nuestro hogar, sorteamos los precintos del juzgado, y decidimos hacernos más pequeños. Así, ocultos entre los poros de la caoba de los armarios, esperaríamos a nuestros nuevos inquilinos. Seremos como duendes, dijo Áurea, y al cabo de tres o cuatro días, cuando estábamos poniendo a punto nuestra recién estrenada dimensión de seres diminutos, aparecieron los nuevos: madre, padre, dos mellizas con sus ridículas coletas rubias, y un caniche enano que para nuestra desgracia comenzó a olfatearnos y a ladrar sin mostrar miramientos. El abuelo, viejo mutilado de guerra, quiso intervenir en aquel pleito con el chucho escandaloso, pero mamá le rogó prudencia. Obediente, se quedó dormido bajo un juego de sábanas bajeras. Desde entonces no ha vuelto a abrir la boca.
No se vive tan mal en el interior de un ropero de tres cuerpos con lunas biseladas. Eso mismo dice mamá para calmarnos, pero sé que lo hace con la boca pequeña. Seguro que daría diez años de su vida por seguir poniendo lavadoras como antes y hablando desde el patio con la vecina del tercero. Por cierto, Áurea y Ricardito, los pequeños, siguen haciéndose pis por las noches. Mamá ya no sabe qué hacer con ellos. A modo de solución provisional, ha decidido enviarlos al mueble del lavabo. Allí, entre desagües, dice, es más fácil disimular todo tipo de humedades. Lo cierto es que estamos nerviosos, todos menos mi padre que sigue enfrascando en los planos de su maldita Arca de la Alianza. Supongo que algún día terminaremos desapareciendo de esta casa por simple necesidad. Lo peor es que no puedo ir ya a la escuela, ni siquiera me es posible soñar con un beso de Alicia en el recreo, snif, solo me queda esperar, colgado entre percheros, un futuro que se adivina bastante negro.
Mañana es Nochebuena. He visto el 24 señalado con un círculo en rojo en el calendario de la cocina. Papá y yo, cazadores furtivos, nos hemos mirado con tristeza, pero no hemos dicho ni mu, qué íbamos a decir. Aprovechando que el perro dormía en su cesto de mimbre, hemos requisado de la despensa un pellizco de sal y un puñadito de fideos cabellín. Con estos ingredientes, mamá hace una suculenta sopa que nos dura una semana. El problema es conseguir encender fuego entre tantas prendas textiles sin montar un cirio. Vamos a salir ardiendo un día, dice el abuelo que ha vuelto a hablar, pero cada vez lo escuchamos menos. Supongo que su voz se hace menos audible conforme disminuye su tamaño. Solo Ricardito parece crecer. Quizá le engorde su afición por picotear las migas del desayuno que dejan los nuevos sobre el hule de la mesa. Mamá le ha dicho que tenga cuidado, que no es cuestión de cuidar la salud. Solo se trata de sobrevivir, nada más. Si crece más de la cuenta, estamos perdidos.
Hoy, 26 de diciembre, día de San Esteban, ha sucedido algo que podríamos definir como suceso bochornoso. Solo el abuelo, viejo verde con licencia para vivir en el infierno, ha disfrutado con la escenita en cuestión. Papá Noel, o un tipo gordinflón con gorro rojo que se le parecía, y la nueva dueña de la casa se han pasado de la raya. Dos horas en pelotas, rodando como croquetas sobre la vieja cama de mis padres, soltando monosílabos tontos que no reproduciré (los muebles, por cierto, son nuestros muebles), y cuando han terminado la faena, han encendido un cigarrillo y, después, se han puesto hablar de sus cosas como si nada. Mi padre nos ha prohibido mirar, pero resulta muy difícil obedecer cuando nuestro tamaño unicelular nos permite fisgar a través de la abertura del armario desencolado. Mi madre, roja como un tomate, se ha puesto a trastear entre las toallas portuguesas de rizo. Solo el perro, que conoce nuestro secreto, nos ha mirado con sorna y se ha puesto a mordisquear como un vulgar Scooby Doo la colcha de cretona que mi madre recibió de mi abuela como herencia. Mañana, 27 de enero, día de Santa Ángela Merici, y si los cálculos de mi padre no resultan erróneos, nos refugiaremos del diluvio universal en nuestra confortable Arca, porque lloverá, lloverá a cántaros. Y nadie, nunca más, volverá a desalojarnos de nuestra casa.
Agustín García Aguado
UN BUEN AUGURIO
Todavía me estremezco al recordar los hechos acaecidos aquella fría mañana de diciembre. Jamás me vi en tal tesitura. Ni me veré, a buen seguro. O sí…
Andaba yo iniciándome en las ancestrales labores del pastoreo, cuando observé a una muchedumbre que se acercaba, como en procesión, hacia la cueva que solíamos frecuentar cuando nos obligaban las inclemencias del tiempo.
–Cuida un momento de las ovejas, zagal. Voy a ver qué ocurre por allí –me ordenó el patrón dirigiéndose ya hacia el tumulto que se agolpaba expectante en la caverna.
Al cabo, sentí un leve retortijón en mis tripas, fruto, sin lugar a dudas, del guisado de legumbres que tuve a bien embucharme anoche. Me vine arriba, pero bien.
“Vaya, ahora que se ha ido el Patrón no me puedo ir. Espero que la cosa no vaya a más”, pensé, esperanzado, justo en el momento en que el sutil movimiento de tripas se convirtió en un apretón cuyo desenlace presentí muy claro si no andaba presto.
Oteé el horizonte en busca de un buen escondrijo, pero por un lado estaba el barranco y por el otro la avalancha de visitantes a la cueva a la que, inevitablemente, tendría que acercarme a realizar mi ineludible menester. A ser posible tras unos buenos matorrales que vislumbré aceptables para tal empeño.
Hacia tal escondite me deslicé, con cierta presteza, dirigiendo un ojo al rebaño, que no se escapen las ovejas, y el otro a la procesión, que no me vea el gentío. Con el gesto tenso y el cuerpo prieto, me escondí discretamente tras los zarzales, teniendo buen cuidado de no pincharme en según qué partes.
Y allí estaba, en plena faena, en un acto que siempre consideré de lo más íntimo. No sólo eso, sino que es una situación en la que me suelen surgir las más brillantes y profundas reflexiones. No fue el caso esta vez, principalmente porque la marabunta, que yo creía visitando la misteriosa cueva, venía en avalancha hasta donde yo estaba apostado, desconcentrándome de mis elucubraciones.
Ignoro cómo me descubrieron, y más todavía la ilusión del personal, ¿acaso tengo una gracia postural especial? ¿cierto donaire en la ejecución del quehacer, tal vez…? El caso es que allí estaban todos, gentes de la más variada alcurnia, admirando mi proceder y obsequiándome con una cerradísima ovación.
Algo cohibido por la situación, incómodo por la postura y atónito por la expectación levantada, me percaté que todavía tenía quehaceres pendientes. Así que para corresponder tal festejo y que, a ser posible, se fueran por donde vinieron, sólo se me ocurrió una cosa. Junté ambos pulgares y ambos índices, acercando éstos hacia los primeros, y me los coloqué en el pecho a modo de pálpito. Eso, y un posterior saludo bajando ambos brazos hacia el suelo en plan alabanza, parece que sirvió para que la procesión volviera a su inicial objetivo.
Terminada la tarea, volví, más holgado y satisfecho, al rebaño. Allí estaba ya mi patrón. Me contó que alguien iba a nacer en la cueva y que la gente esperaba con impaciencia tal suceso. Y que era inminente la llegada de una estrella, una señal, o un augurio, no lo tenía muy claro. Mientras me lo contaba, no me libré de un pescozón por haber abandonado el rebaño, pero seguidamente me felicitó por haber causado sensación entre la muchedumbre.
Luego, me cogió cariñosamente del cuello para dirigirme hacia una fogata donde unos pastores estaban guisando muy buenos manjares. Al menos eso me pareció por los efluvios que desprendían.
Al llegar allí, y todavía en una nube, me vi de nuevo congratulado por todos y agasajado con las deliciosas viandas que ya presuponía. Luego me enteré de que lo que pretendían era proporcionarme la munición para posteriores actos como el que me vieron todos protagonizar, al parecer, con gran éxito.
Y así pasé a la posteridad. Sin saber cómo ni porqué, ahora ocupo un rincón en cada casa. El niño nació y todo el mundo lo visitó; vino la estrella y hasta reyes de un lejano país. Todos los años se celebra tal efemérides. Y como si de un buen augurio se tratase, me invitan a un buen atracón de exquisitas vituallas y después, a que proceda como aquella fría mañana, ante el regocijo y el jolgorio de todos los asistentes.
Ernesto Pérez Estévez
Ya es Navidad
Nada más llegar al infierno, el encargado en la puerta le indica que no está en su lista, y le guiña un ojo, como diciendo:
Usted ya sabe…
El pecador sonríe, se da por enterado; gira sobre sus talones y regresa a la Tierra. Es Nochebuena. No tiene prisa, no hay regalos que comprar. No tiene amigos, no tiene familia.
Ya en casa —la piscina llena de chicas lindísimas en bikini, aguardando ansiosas su llegada— el millonario las saluda mientras se toma una copa de coñac, su pecadito antes de cenar.
Un acto inocente comparado con fundar partidos politicos de ideología difusa para forrarse con el erario público. Por supuesto, nada que no hayan hecho otros antes que él, piensa, encendiendo un habano con el Cartier laminado en oro que le regaló la Lollobrigida. El recuerdo de aquella noche en Capri le hace suspirar. Ah. La vida es así, no hay que desesperarse. A todos nos va a llegar el día del Juicio Final.
Solo que él ya tiene comprado al juez.
Sonríe ante la ocurrencia, se echa las manos a los bolsillos de la bata y camina hacia la piscina, donde chapotean ruidosamente sus sirenas.
Una pelirroja se le acerca. No la había visto nunca, lleva dos alas blancas pegadas a la espalda. Cuando la tiene a tiro, le echa el humo en la cara y le pregunta de qué fiesta de disfraces se ha escapado:
—Pareces nueva —dice él, mordiendo el habano.
—Lo soy —contesta la sirena, sin apartar sus ojos gatunos de él—. En realidad aún no me he estrenado.
El playboy arquea una ceja. No le interesa demasiado saber en qué rama del saber no se ha estrenado la muchacha. No es tan curioso. Aunque hay algo en esa mirada que podría ser angelical, se dice.
Una estrella fugaz rompe el firmamento, es el momento de pedir un deseo. La pelirroja sonríe, señalando con dos dedos hacia él.
—Te concedo dos deseos. Uno es seguir como hasta ahora, sin cambiar nada. No eres feliz, pero tampoco lo pretendes. Podrías continuar así, siendo un gilipollas indefinidamente; pero te habrías perdido la sal de la vida: no habrías conocido el amor. ¿Qué mejor regalo puedo hacerte, verdad?
El pecador niega con la cabeza, incrédulo, porque ese bombón que tiene delante no puede trabajar para Papá Noel, ¿o sí?
—¿Cuál es el otro deseo? —pregunta.
En algún lugar suena el Jingle Bells. Un niño lejano se desgañita:
¡Es Navidad! ¡Es Navidad!
Algo ha avivado el recuerdo: su madre, un árbol de Navidad, el padre que nunca estaba en casa. El pecador hace una mueca de disgusto. Ya casi no recuerda en qué momento de su vida dejó de sonreír, ¿fue cuándo su padre los abandonó?
La pelirroja chasquea los dedos para que el otro vuelva al presente:
—Empezar de nuevo —dice ella, limándose las uñas—. Quién sabe. Acaso aparecería esa chica del instituto que te haría feliz.
¿Una estudiante? ¿Una hippie con padres profesores y la casa repleta de libros? El millonario no lo tiene muy claro.
Con tanto hablar, hace rato que la piscina se ha quedado vacía; las chicas han desaparecido, como por encanto. Sin ellas la vida no tiene color.
—No veo el negocio por ninguna parte —dice, por fin.
—No has entendido nada, chico.
La muchacha consulta su reloj de pulsera. Qué barbaridad, cómo pasa el tiempo. Casi las doce, casi Navidad.
—Uf, tengo que irme.
—¿Te vas así? —le guiña un ojo él, coqueto, dejando una mano en la rodilla de ella. Este seductor con alma de pulpo tiene dos manos, que a veces parecen más—. ¿No me dejas un teléfono?
La pelirroja sacude la cabeza mientras se va alejando. Supongo que hay casos perdidos, se lamenta en voz alta, como si estuviera hablándole a un micrófono oculto, o tal vez a Dios.
Entonces, en la distancia, se oye:
—¡Está bien, tú ganas!
Y ella se gira. No se lo puede creer.
—Quiero que mi padre regrese a casa —pide él—. Eso quiero. Lo deseo más que nada en este mundo. Os podéis quedar la piscina, los cochazos, y las conejitas de Playboy. Solo deseo que mi padre nos quiera y que no nos abandone. ¿Es tanto pedir?
Al hablar, no ha abierto los labios. No hace falta. Ella lo ha entendido perfectamente.
—No, no es mucho pedir —dice, y cierra los ojos para concederle el deseo.
Doce campanas suenan a lo lejos. Ya es Navidad.
Hugo Folk
LA SONRISA DE CÁNDIDO
Cuando Cándido, pastor trashumante primero y mano de obra emigrante después, llegó esa noche al albergue para personas sin hogar, sus enormes ojos azules y su desdentada sonrisa brillaban un poquito más de lo normal. Desentonaba.
No era un día fácil. Ninguno allí lo era, pero resultaba especialmente cruel el día de Nochebuena. Acostumbrados al ambiente festivo y familiar que se respiraba en las calles, resultaba dura la bofetada de realidad que recibíamos entre esas cuatro paredes. Allí, rodeados de adornos navideños, asignábamos camas en habitaciones compartidas a personas que tenían sus vida metida en una mochila. El nudo en la garganta y el dolor de estómago iban en aumento con cada recién llegado, con cada historia, con cada lágrima reprimida. Los voluntarios intentábamos poner nuestra mejor sonrisa, transmitir ánimos o, simplemente, estar cerca de quien nos necesitara, pero todos llevábamos el peso de una inexistente culpa por tener familia, por tener un hogar al que acudir al salir de ahí. Por dejarlos a ellos allí.
Solo el viejo pastor parecía feliz.
Cándido era un bálsamo para el alma, la bondad hecha persona. Recuerdo haberlo encontrado un día a la puerta del comedor social canturreando. Me acerqué a saludarlo y como siempre, me recibió su enorme sonrisa. Metió la mano en el bolso de su raído tabardo, sacó dos euros y me dijo: – Mira, hoy te puedo invitar a comer, vamos. Así era, pura ternura.
Esa Nochebuena se acercó a mí con la sonrisa pícara que tienen los niños en plena travesura. Abrió sus huesudas manos y descubrió una bolsita con dos polvorones, figuritas de mazapán, un bombón… era el postre que le habían dado en el Comedor Social. Tragué bilis y la mala actriz que llevo dentro hizo la actuación de su vida cantando alabanzas a tan excelso derroche. En la palma de su mano llevaba todo el espíritu navideño y toda la “extraordinaria” que iba a recibir.
Y me la dio. Era su regalo de Navidad. Me destrozó por completo al mismo tiempo que iba recomponiendo cada una de mis piezas. Y lloré y reí y le abracé. Y en ese instante, no hubo oro ni joya en el mundo que superara el valor de esos dulces. Ese día entendí lo que era la Navidad.
Gema García Gómez
Pseudónimo: Mathom
Obra:
JUNGLAS Y YO VENGO
Mono estaba aburrido, meciéndose con desgana en las lianas mientras la brisa agitaba las copas de los árboles. No era extraño que se aburriese pues ya estaba jubilado y siempre fue más bien acomodaticio, con lo que últimamente se le veía mohíno y menos activo. En un momento dado, entre bostezo y bostezo, pensó en su primo lejano, Humano, y sintió cierta nostalgia. Hacía tiempo que Humano les había dejado, que había abandonado la Madre Selva para buscar una vida mejor en cuevas, después en chozas y finalmente en ciudades con rascacielos. Humano siempre había sido muy suyo, pero de vez en cuando se acordaba de los familiares de Madre Selva e iba a recogerles con redes y carros con barrotes. El caso es que Mono sentía mucha añoranza por Humano, tanta que se decidió en ir a visitarle (de incógnito, por supuesto). Se disfrazó con la intención de que su apariencia inspirara simpatía. Eligió para ello un disfraz de persona regordeta y de aspecto bonachón, optó por el aspecto de un venerable anciano con largos cabellos blancos como la nieve de igual tonalidad que la barba, una barba algodonosa, larga y mullida. Se vistió con ropas cómodas y se tocó con un gorro, por si hacía frío allá donde iba pues aunque la Madre Selva era cálida no tenía por qué ser así el resto del mundo.
Cuando Mono contó a sus amigos de la Selva que iba a visitar a Humano, estos celebraron su idea con alborozo ya que ellos también ansiaban tener noticias de ese pariente tan lejano. Tan contentos y emocionados estaban que decidieron dar cada uno un regalo a Humano, para que este supiera que todavía se acordaban de él. Todos menos Cigarra, que nada tenía, y menos Urraca, que tenía demasiado, pero esa es otra historia.
Marchó así Mono cargado con los regalos, dejando atrás su bien amada Selva y las despedidas y vítores de sus amigos (muchos de ellos reían, sobre todo Hiena, al ver al desgreñado Mono con ese gran saco a su espalda – “¡Mono parece el Camello!” – cuchicheaba irónico y con algo humeante entre los labios. “Mono Diógenes”, le llamaba Orangután, aunque nadie solía entender sus chistes).
Tras haber atravesado frondosos bosques y sofocantes desiertos, de haber escalado picudas montañas y de haber descendido a verdes valles había por fin llegado a la otra selva, la Selva de Asfalto y Cristal: la Capital Humana.
“¡Qué belleza!” – pensaba sobrecogido Mono. Y es que era preciosa, era todo un espectáculo la Selva Asfaltada. Todas las calles estaban decoradas al detalle con luces y todo el mundo, con pocas excepciones, reía, bailaba y cantaba. No parecía que nadie estuviese enfadado, no había pelea ni discusión alguna, sólo sonrisas y limpios sentimientos. En definitiva, se palpaba en el ambiente que Humano rezumaba Amor.
Mono estaba orgulloso de Humano, contento de su suerte. Había paseado mucho por las concurridas calles, se encontraba cansado y tenía un poco de frío, así que entró en una casa grande que, a pesar de ser acogedora, estaba vacía. Era una biblioteca. A Mono siempre le había gustado leer y, como no tenía otra cosa que hacer, comenzó a leer periódicos para distraerse. Su sonrisa, a medida que leía páginas y más páginas, se iba borrando de su rostro.
Al rato, las hojas de los periódicos quedaron marcadas por las amargas lágrimas que Mono derramaba por su primo Humano. Su primo el decadente Humano. El corazón de Mono se llenó de tristeza. Mono estaba deprimido.
Tras horas y horas de lectura se iba dando cuenta de la realidad. Humano vivía en una sociedad dividida en ricos y pobres, en gente con hogar y comida y en gente sin nada; vivía Humano en una sociedad con guerras, esclavitud, contaminación y un largo etcétera de monstruosidades (humanidades, que dirían en la selva, tiempo después).
La alegría de Mono se había convertido en una tristeza completa. Mono estaba desolado. Compadecía, repudiaba pero todavía amaba a Humano.
Comprendía que Humano era capaz de ser malo en ocasiones pero también de ser bueno. Mono sospechaba que Humano era capaz de cometer horribles actos de maldad, pero también era capaz de los más nobles y bondadosos actos. La prueba radicaba en esa especie de paréntesis a tanta barbarie que Humano llamaba Navidad, la cual en esos momentos estaba celebrando. “Por eso está todo tan decorado y bonito, porque esto es una fiesta”. “La de tu boca y es…”, Mono, de un mordisco, le quitó las ganas de bromear al espontáneo. Y de procrear. Pensaba Mono, mientras deglutía y se limpiaba de sangre las comisuras, que Humano en el fondo era bueno y que en estas fiestas navideñas pretendía encontrar dentro de sí mismo esa bondad y compartirla, para que todo el mundo pudiese ser feliz al menos unos días al año.
Mono depositó la gran cantidad de regalos y volvió – resacoso – a su hogar. Una vez en Madre Selva, reunidos todos a la luz de la Luna, Mono contó lo visto y vivido. Fue una velada triste.
Sin embargo, los habitantes de Madre Selva tenían esperanza en Humano y decidieron que todos los años, en Navidad, Mono – Serpiente jura que, en este punto, Mono maldijo los excesos de la democracia – disfrazado de persona regordeta y con aspecto bonachón, con largos cabellos blancos de igual color que la barba y vestido con rojas y cómodas ropas iría a repartir regalos a Humano (a Mono le hizo gracia ver cómo, con el tiempo, le empezaron a llamar en Humana Capital con nombre entrañables, como Papá Noel, ante el enojo de algunas féminas).
Los regalos de los habitantes de Madre Selva que aún hoy llegan a Humana Capital simbolizan la esperanza depositada en Humano para que sea mejor. Otra cuestión es que no lleguen los regalos a todo el mundo, pero qué sabían en Madre Selva de aranceles, diezmos, meritocracias y demás meneos del primero de los mundos posibles.
Iker Pedrosa Gómez
¿Dónde está la navidad?
Llega el mes más esperado del año, diciembre, el mes de la Navidad.
A diferencia de muchas personas, yo, que provengo de otra cultura distinta, no celebro la Navidad. Empecé a pensar que mientras todas las personas están reunidas con sus familias cenando, con sus casas decoradas, pasándolo bien, mucha gente como yo, o en sí, por otras razones, no decoran las casas, no se siente el espíritu navideño.
Entonces, ¿Dónde está la Navidad para nosotros?
En el camino hacia mi casa, entre aquellas calles oscuras con una farola alumbrando a pocos metros de mí, me había encontrado con una caja de cartón que parecía moverse. Me acerqué lentamente por miedo a lo que podría encontrar dentro, pero justo antes de abrir la caja, se escuchó un maullido, y al abrir la caja vi un gato y muchísimas decoraciones a su lado. Ese momento me quedé pensando por qué la persona que abandonó al gato hizo eso. Cada uno tendría sus razones, pero debería tener más responsabilidad una vez que aceptó tener a este gato. No tuve más remedio que llevarme la caja para casa. Al llegar decidí quedarme con el gato, así que limpie al pobre gato y usando toallas le hice una especie de cama para que pudiese estar cómoda, también sacudí el polvo del árbol fuera de la casa y así para poder montarlo con las decoraciones que traía en la caja. Pasados unos días, el día de Navidad, llegaba a casa del trabajo y el gato me venía a saludar a la entrada de la puerta como todos los días, ya no sentía ese vacío o esa sensación de estar sola. Al fin, planeé una noche navideña en casa con mi gatito, la cena, la peli en el sofá y mantita.
Fue la primera vez que celebré la navidad y sobre todo, no estaba sola.
Yuling Cai
Todos los relatos me han gustado,pero la sonrisa de Cándido me ha llegado al corazón.