Esa graciosa lumbre que nos salva

 

José Luis Trullo.- Comoquiera que en el mundillo literario está muy mal visto (y con razón) escribir reseñas de los libros que han escrito los amigos, y yo quiero escribir acerca de Acogido a sagrado, el libro que acaba de publicar mi amigo Jesús Cotta, pongamos que esto es un pequeño homenaje personal a un escritor que se merece todo lo bueno que le pase. Y lo digo porque, después de unos cuantos años de tratarle, leerle y editarle, puedo asegurar sin temor a equivocarme que Jesús Cotta es, ante todo, un ejemplo de probidad. Excelente persona, sí (atento, comprensivo, paciente, generoso), pero también humanista de pro: amante del mundo clásico y también del cristiano -a los cuales aúna con espíritu conciliador-, ímprobo traductor -tiene en su haber, entre otras, la primera versión directa del latín en 500 años de La vida solitaria, de Francesco Petrarca-, pensador concienzudo, entusiasta profesor y, sobre todo, poeta -para lo cual admite haber nacido: “Tengo clara mi meta: / amar y ser poeta” (Vita militia)-, Jesús Cotta es un faro en medio de la noche de estos tiempos; pero no un faro rutilante y soberbio, absorto en su excepcionalidad y demasiado pagado de sí mismo como para quererle cerca, sino humilde y fraterno, con sus cimas y sus simas, sus parpadeos perplejos y sus pasmosas certezas.

No, no es Jesús Cotta un propagandista ramplón de sus propias convicciones, aunque cuando las enuncia lo hace con la pasión de quien comulga con las verdades que ha descubierto -por ejemplo, al estimar que el hombre, en lugar del amasijo de hormonas y neuronas a que lo ha reducido la ciencia, es un “híbrido de dios y de animal, / el gran centauro cósmico, conciencia / de todo lo que existe sin saberlo, / un hijo de los cielos en la Tierra, / un barro con simiente de los cielos” (¿Te imaginas?)-; tampoco uno de esos líricos tan del gusto de los tiempos, “que te agua la fiesta con un mar de agravios” (Tragaluz), o lo que es lo mismo, con sus lágrimas de cocodrilo sobrealimentado que no acaba de comprender que no hemos nacido para exigirle nada a la vida, sino para “dar las gracias” (Una mano invisible) y tratar, en la medida de lo posible, de “ver cada ser tal como / Dios los concibe” (Poética), es decir, con piedad y el corazón arrobado, “con un pie en este mundo / y el otro no sé dónde” (Qué ando buscando).

Eso sí, la modestia profunda de Jesús Cotta no le obsta para afirmar: “No he sido concebido / para vivir dormido” (Vita militia), sino para “tocar corazones abriendo la mente” (Sugerencia a mi ángel) con sus versos. Como poeta, vive siempre expectante “a la caza del rastro / del luminoso Autor / antes de evaporarse” (La lumbre en casa cosa) y así poder dejar constancia de que el mundo es bello y está bien hecho, porque es perfecto su arquitecto. Sin embargo, ese amor a lo creado no excluye la honda creencia de que “sí hay otro mundo” (Una señal para mis hijas), el que espera tras la muerte a quienes han amado mucho y han confiado mucho. Una esperanza tan excelsa es compatible con “cantar / contra la muerte” (Dos sílabas), pues hemos nacido no para correr hacia el Cielo, sino para arribar a él de la mejor manera posible, que es con el alma en paz y el espíritu conciliado.

Allí donde, para mi gusto, más deslumbra en este libro el poeta Jesús Cotta es cuando, “ante la cruz arrodillado” (Fauno herido por Cristo), se reconoce frágil y vulnerable, y eleva sus preces hacia lo Alto en busca del último consuelo, el único que de veras conforta porque se entona desde la plena conciencia de la propia finitud. Valga el poema que reproduzco a continuación, Con los ojos cerrados, como síntesis preclara de toda una actitud existencial desde la cual emerge la auténtica excelencia humana: la que no olvida que, aun siendo la criatura más precaria de la creación, es la única a la que Dios ha llamado a la cumbre más eminente. Y esa es la “graciosa lumbre que nos salva” (Lo áurico).

 

CON LOS OJOS CERRADOS

Esa obsesión sin fondo
que la razón me lastra,
mátamela.

Ese pozo tan hondo
que se traga la luz,
ciérrala tú.

Ese rencor tan sordo
que arde en mi corazón,
apágalo.

Y llueva tu agua,
agua hecha vino,
vino hecho sangre,
sangre hecha gracia.

 

 

 

 

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