El Tour como ficción 2023 (I). Desde Bilbao, a nuestros lectores empíricos

Saludos de nuevo, amigo lector, que ya comienza el Tour de Francia y Culturamas vuelve a poner en tus manos o en tu dispositivo electrónico de confianza esta modesta guía literaria de El Tour como ficción con que interpretar las evoluciones, vueltas y revueltas de los ciclistas. Recibe otro año más los saludos de Julio Salvador y de tu seguro servidor, que en esta crónica y tres sucesivas daremos cuenta del desarrollo argumental de la gran obra literaria del verano. Recibe los saludos, pues, y también los agradecimientos por tu simple existencia concreta y física que nos alboroza y estremece. Sí, un aluvión, una avalancha de reacciones a nuestra ficcionalización del año pasado, una preocupación sincera por nuestra realidad, nos ha hecho descubrir después de cinco años escribiendo para un lector ideal tan perfecto como inexistente que contamos con un grupo reducido pero fiel de lectores empíricos, bien de carne y hueso, de sangre y tendón, que esperan como agua de mayo estas modestas crónicas para sobreponerse al pesado sopor del que los ciclistas intentan durante tres semanas contaminar sus siestas.

Con este aliento renovado que nos ofrecéis entramos en el segundo lustro de nuestra vida como cronistas deportivos, donde todo mal afirmado pie es caída, toda fácil caída es precipicio, como demuestra la censura y persecución a que nos somete la organización, que por primera vez y sin motivar la decisión nos ha negado la acreditación de prensa y cuya mano, entregados a la conspiranoia que gobierna nuestro mundo y nuestras comunidades autónomas, entrevemos en el cierre inesperado de la página web de la modesta e intrépida revista Temblor, que acogía aún las crónicas de los ya lejanos años 2018 y 2019. No contentos con eso, aún nos impidieron el acceso a la explanada del Guggenheim para cubrir la presentación de los equipos en Bilbao e incluso nos negaron los chubasqueros que repartieron a manos llenas para que los aficionados protegiesen de la lluvia. Y eso por no hablar de otras añagazas desconcertantes, ya que no inductoras de inquietud, como el reloj de cuco que saluda con extraña canción y fuera de la hora en punto en la noche de nuestro hotel de Barakaldo o los timbrazos pretendidamente intimidantes con que nos interrumpen durante la redacción de este artículo.

Te damos las gracias, pues, amigo lector, por tu apoyo en estos tiempos recios para la libertad de prensa en que se acalla a las voces literariamente exigentes mientras se promociona a los críticos del ciclismo artificial y de plástico y videojuego que copan la carpa de prensa, por elegir la verdad profunda de la ficción frente a la verdad aparente de la crónica oficialista. Gracias de mi parte a mis anfitriones permanentes y a mi otro yo, que no entienden gran cosa de ciclismo, pero sí de literatura; al joven oboísta segoviano que es capaz de intercalar la escucha de Mahler con los hurras a Richard Carapaz; al antiguo profesor de Lengua y Literatura que dice no entender ni una palabra de lo que contamos y disfrutarlo por o pese a ello; a otro profesor de la misma materia, recién jubilado, cuya improbable afición al ciclismo ha amenizado al menos tantos cafés como su entusiasmo por Góngora y por Faulkner (¿y, bien mirado, no tiene algo de faulkneriano el ciclista friki del Jayco que en la presentación empezó a aullar como los indios, o algo de gongorino el mechón rubio de Pogacar, hebra voladora que la Arabia en sus venas atesora y el rico Tajo en sus arenas cría?); al ensayista español que compensa con su entusiasmo por Pogacar, por Galdós y por Hergé su discutible afiliación futbolística; y a la dama del perrito, que con seguridad fatiga ahora los parques y jardines de Madrid al tiempo que sopesa cuidadosamente las opciones de Pogacar para hacerse con la victoria final. Gracias de parte de Julio a Alejandro Valverde y a Artemio Gonçalves, a los hermanos que echan a nuestros artículos “un vistazo rancio de vez en cuando” y a “nadie” (así lo dijo, y no sé si se refiere a Ulises o hay que entenderlo en sentido literal). Gracias de parte de los dos a las dos compañeras de universidad que imprudentemente celebran nuestro ingenio y gracias por adelantado a nuestra próxima conquista para la causa: cierto expresidente del Gobierno en cuya lectura matutina pretendemos reemplazar al Marca y con cuya ayuda diplomática contamos para recuperar nuestra acreditación y rivalizar con la prensa oficialista en igualdad de condiciones.

    Carapaz busca a Artemio Gonçalves

Pero mientras eso llega o no llega, henos aquí en Bilbao empapándonos del entusiasmo y de la realidad de la afición vasca que nos saca de nuestra aventura unamuniana del verano pasado y nos devuelve casi con violencia a una escritura testimonial para presentarte el dramatis personae antes del Grand Départ de 2023. Y si de testimonio se trata no podemos sino insistir en los elementos subrayados ya una y mil veces de este comienzo de Tour, que no por repetidos dejan de ser los que ha propuesto el País Vasco para la proyección mundial de su folklore: color amarillo en las dos márgenes del Nervión, una zona fan verdaderamente dispersa y de difícil comprensión, miles de ikurriñas, millones de sombreros naranjas, txistus, un aurresku estilizado e interpretado por bailarines vestidos de ciclistas à la 1910 y, el plato fuerte de la presentación del jueves, corredores tocados con txapelas. ¿No sería buena idea que este año el líder de la general llevase, en lugar del tradicional maillot, una boina amarilla?

Como ya sabes del año pasado, los dos protagonistas son Tadej Pogacar (Tadeo Hogaza en román paladino, Aquiles en los círculos literarios) y Jonas Vingegaard (Jonás Viñedo en danés, Vinagres para los amigos), que representan a su vez dos formas de entender el ciclismo y la ficción. El esloveno es un gran clásico, ejemplo eximio de héroe épico que, después de sucumbir a la desmesura, debería quizás calcular mejor sus fuerzas e inclinarse por una vez del lado de la sapientia y no de la fortitudo, combinando por fin los dos perfiles eternamente contrapuestos de Aquiles y Odiseo, Roldán y Oliveros, Astérix y Obélix. En parte lo ha hecho este año, pero de la forma más inesperada. En la París-Niza, por ejemplo, sabiendo que su equipo era inferior al Jumbo en la contrarreloj colectiva, atacó y esprintó para ganar tiempo en todas las etapas, y aún se adornó en la última con un ataque lejano y una victoria en solitario; o en el Tour de Flandes, sabiéndose menos veloz que los dos grandes especialistas del adoquín, llevó el peso de la carrera y atacó por tres veces en la cota más exigente para terminar ganando escapado; de modo que, por el momento, la astucia le lleva solo a extremar la valentía, y acaso también la cortesía con la que se ganó al gentío gritando animadamente el jueves en la presentación “¡Aúpa Bilbao! ¡Aúpa Athletic!” con admirable acento euskaldún.

Por el contrario, el danés es un gran representante de la narrativa de vanguardia, un ciclista sin atributos particulares que podría ser perfectamente el protagonista de una novela de Musil o de cualquier otro autor de principios del siglo XX, un personaje sin carisma ninguno, una pieza de la gran maquinaría del Jumbo a la que le ha tocado en suerte el papel estelar pero que podría ser intercambiada perfectamente por cualquier otra sin ningún perjuicio, como demuestra el que su compañero Roglic haya ganado este año las tres carreras en las que ha participado o que cuatro corredores distintos del equipo se repartiesen las cuatro primeras grandes clásicas sobre adoquines. Él cuenta con la fuerza del bloque y con la propia: parece superior en la alta montaña y este año ha arrasado en la Vuelta al País Vasco y en la Dauphiné Libéré, carrera clásica de preparación del Tour; Pogacar con el don de los dioses y con el arrojo. El resultado del duelo es incierto, y eso es lo mejor que se puede decir de la carrera antes de que empiece.

En cuanto a los secundarios, hay todo un ramillete de corredores relativamente indiferentes que comparten el objetivo de ocupar el tercer escalón del podio en el mejor (¡en el mejor!) de los casos y que, al aire de Bilbao, parecen contagiados de literatura vasca, más allá del artúrico y bretón David Gaudu, que volverá a perderse en su búsqueda del Santo Grial amarillo y se batirá en duelo con su compañero Thibaut Pinot, único rescoldo aún humeante de aquel lejano Tour galdosiano con su aspecto desastrado de escalador cesante. Simon Yates, siempre dispuesto a la aventura y a la inconstancia, es una especie de Zalacaín tan capaz de ganar la etapa reina como de perder treinta minutos en cualquier puerto de segunda categoría. Su negativo, Hindley, el ganador de gran vuelta más anodino desde Maurice Garin, sufre de la misma abulia que Andrés Hurtado y se dedica desde su victoria en el Giro del año pasado a coleccionar octavos y novenos puestos sin atacar ni descolgarse; algo así hará en el Tour, como también se puede esperar, aproximadamente, del resto del frente anglosajón, con O’Connor como candidato (¿candidato a qué?) más cualificado y con Pidcock, el carbonero, como una especie de Olentzero de los Alpes del que se pueden esperar ataques y fugas juguetonas e insustanciales. Este, junto con el reguetonero Daddy Martínez, pululará por el Ineos, que consume los últimos restos del antiguo Imperio Galáctico liderado ahora por Carlos Rodríguez, su mejor baza para la general, y también la mayor esperanza nacional. También al Ineos, como a vosotros, le agradecemos los corresponsales de Culturamas su apoyo frente a la censura de ASO, demostrado con una gentil inclinación de cabeza del excampeón Egan Bernal, el Manolete de Zipaquirá, y la sonrisa siempre con flow del rumboso Martínez.

Pero si de héroes locales se trata, ¿qué podemos esperar? El ensimismamiento isleño de Mas, en la estela de su paisano Ramón Llull como líder de la selección española oficiosa que constituye el nunca bien ponderado equipo Movistar, del que, como de sus homólogos del fútbol, se puede esperar que confíe en los penaltis o, en su caso, en el ya acostumbrado ataque en el último kilómetro del último puerto de toda la carrera. O, por más que los aficionados vascos se exalten con la búsqueda de un Bernardo del Carpio que triunfe sobre el francés, podremos conformarnos en todo caso con el polivalente Landa, que literariamente vale lo mismo para encabezar una bienhumorada narración dieciochesca que para abismarse en una agónica meditación existencial de tipo unamuniano. Seguiremos su progreso, que marcará posiblemente los próximos años de la literatura española, el plano en que él mismo, convertido en libro, se mueve ya desde la previa de la carrera: “El ciclismo es un deporte literario”. En todo caso, la afición bilbaína parece darle la espalda a su planteamiento estético, al que responde con cierta indiferencia en cuanto a intensidad y duración de los aplausos, redoblados decididamente a favor de su compañero Peio Bilbao y del exaltado Omar Fraile, al que observamos casi caerse de camino al escenario por intentar abrazar, besar o trepar a una ikurriña desde su bicicleta. Cualquiera de los dos justificaría su presencia en este Tour y, de hecho, toda su carrera deportiva ganando la etapa de mañana y vistiendo el primer maillot amarillo.

Lo tendrán difícil, en todo caso, con el concurso de los tres mosqueteros de la media montaña, el ubicuo y proteico Van Aert, que es bien capaz de repetir su hercúlea actuación del año pasado y completarla además con el próximo Mundial, su coetáneo y gran rival Van der Poel, una especie de Gran Berta suficiente para despiezar el pelotón más nutrido, y el siempre vivaz y saltarín Alaphilippe, Arlequín o Scaramouche del mundo ciclista que atacará en las dos primeras etapas y quizás incluso vaya en fuga en la quinta. Esperemos, sea cuando sea, que no se quite la txapela que con tanto salero lució en la presentación.

  Arlequín con txapela o Alaphilippe de incógnito, por Ignacio Zuloaga

Confiemos en ellos, pues, para compensar el trote asinario con el que el pelotón ocupará el ancho de la calzada en todas las etapas llanas mientras permite, como es ley, una escapada de no más de cuatro corredores de equipos de segunda división; confiemos en Pogacar, a quien declaramos desde ahora mismo nuestra predilección, para mantener la altura épica de este deporte alicaído; confiemos en vosotros, amigos lectores, para mantener viva su altura literaria.

 

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