Caja de pino

El otro día vi el primer capítulo de una serie bastante conocida, Succession. He de decir que prefiero los dramas de la clase media-baja, de la gente común y corriente, como yo. Proximidad y afinidad son dos conceptos amantes. Pero llega un momento en la vida de todo espectador en que el clavo de las recomendaciones, arqueado de tanto peso, gana la batalla. Tocó. Qué bien.

Un episodio, nada más. La serie nos presenta los tejemanejes de una familia multimillonaria y, durante el lapso que la cuenta atrás dejaba correr acercándose al «Ver siguiente episodio», contuve mi estómago con una mezcla de expectación y asco. Creo que podemos acuñar un concepto preciso: «nausea social». No porque me pille de nuevas, que, a pesar de no peinar canas, los roces del escritor con la clase alta (y su nivel/forma de vida) han sido constante; vamos, que me esperaba lo visto. Pero la crudeza de las imágenes, cada diálogo velado de dobles sentidos, la apocada necesidad de traficar con influencias que compartieron en la infancia… El conjunto se asemejaba al clásico mejunje que untan los druidas en las heridas, a ver qué coño sale de ahí.

Es interesante que en el punto álgido del capítulo, el patriarca, con ochenta tacos bajo la papada, sufre una isquemia. No muere y creo que más adelante tampoco, pero repito, no he visto más. La nieve de la cinta me lo impide. Empero, el ataque, que termina con el señor en el hospital y más tubos que el intestino de Ironman, es un interesante recordatorio: a pesar de todos los lujos (relojes que alimentarían a una familia durante un año, más cocaína que la que rodea el taller de Papá Noel, vocablos soeces y gestos chulescos, e incluso jugar a ser Dios con los humildes), como dice el dicho, «una vez terminado el juego, el rey y el peón vuelven a la misma caja».

No es necesario alardear de dotes pugilísticas ni quemas de bandera. Vivir no va de eso, aunque enseñar los dientes sea siempre un buen reclamo. Durante las ocho (¿ocho?) horas que dura una jornada laboral promedio, es inevitable envidiar a quienes viven a cuerpo de rey, con todo tipo de caprichos imaginables satisfechos con tan solo desbloquear el iPhone. Pero, al llegar a casa, ¿quién espera? ¿Merece realmente la pena?

Cuando tenga veinte o treinta millones escribiré otra columna resolviendo la cuestión (podéis dormir tranquilos: no llegará). Hasta entonces, cuando los malos pensamientos empañen mi razón, escribiré un mensaje a las personas que quiero, agradecido por no tener que batallar en silencio también con ellas cuando lo único que me espera, al final del camino, es una caja de pino.

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