A la deriva

Aproximadamente dentro de un par de semanas la mayoría de la gente renunciará a sus propósitos de Año Nuevo. Es un hecho demostrado: las ganas son proporcionales a la felicidad. Cuando las despedidas opacan la cuesta de enero, los tres fantasmas de Dickens se desvanecen.

En cristiano: si acabas de decidir apuntarte al gimnasio, pregunta por la cuota reducida. De nada.

La felicidad. Los propósitos. Este año creo que me conformaré con muy poquita cosa.

De un tiempo a esta parte, encender la televisión es sinónimo de tragedia. Las guerras en activo siempre misil para aquí, bomba para allá. Violación grupal a una menor. Pelea callejera, por puño una navaja, por navaja un machete. El ciberfraude ha evolucionado y la brecha tecnológica nos la comemos con patatas. Los cantantes que se nos van sobre el escenario. Y podría seguir, aunque sea generalizando.

No, tranquilos. No es una amenaza. Lo habéis pillado.

Navegamos a la deriva.

Podría culpar al canallita del 3.º B al que algunos llaman Tiempo. Solía repartir material del bueno en la escalera. Cuando yo era pequeño y le veía, con mayor asiduidad por estas fechas, hacía un frío que pelaba. Un año incluso nos sorprendió la nevisca en plena calle.

Tiempo, que por aquel entonces se llamaba Navidad, siempre tenía una palabra bonita con la que alagarte, o un regalo envuelto bajo el brazo que llevaba tu nombre rotulado con permanente negro.

Con permanente…

Uno, ingenuo como todo crío, se limitaba a estirar los bracitos, rasgar el papel y chillar cuando asomaba el diseño de la consola que quería, el lomo del aterrador dinosaurio terópodo, o lo que fuera.

Uno se acostumbraba a cenar con los abuelos y los tíos, y veía, con una naturalidad pavorosa, que la otra media familia se repartía entre esa misma cena y la comida de Año Nuevo. Se lo pasaba bien. Tocaba pasárselo bien. El rey daba su discurso, los tíos intercambiaban chistes incomprensibles y discutían al tocar el tema de la política, que a saber qué era.

Pasada la medianoche, el termómetro del coche rondaba el equilibrio. El marcador a cero. Uno esperaba mientras sus padres acompañaban a la abuela a casa, que la pobre estaba ya muy mayor para andar sola a determinadas horas.

Lo mejor era el calendario. Día a día amenazaba con devolverte al colegio, ¡qué fastidio! Pero, a su vez, enseñaba una valiosa lección: cerca del final esperaba lo mejor. El amanecer del seis de enero, cruzando el umbral de la puerta cerrada del salón cual Alicia persiguiendo al conejo blanco. Al otro lado, un reino perdido. Globos, paquetes, globos, paquetes. Navidad, como ya he dicho, repartía lo mejor, y tenía para todos.

Es bien sabido que la Edad Media de la vida es la adolescencia, por eso de la sombra de la civilización, la escasez de avances, y la tontuna contagiosa. Tan centrado como está uno en su propio ombligo, Navidad deja de ser Navidad y ¡tachán! En su DNI tenemos al señor Tiempo, un decrépito anciano de rostro bulboso y cuencas arrugadas que te mire avergonzado.

“Ya no me quedan, chico. Lo siento”.

Claro que la adolescencia ha quedado atrás y le insistes.

“Vas a tener que joderte. A los mayores les ponemos a dieta de felicidad”.

El espejismo desaparece. El telón descarría en el riel y se te cae encima. Te asfixia. El género granate sustituye a tu propia sangre y la falta de aire te lleva a delirar, y recuerdas. Porque, ¿por qué? Qué injusto. Ahora que por fin se despierta en tu red neuronal algo semejante al raciocinio, te han largado de una patada al este del Edén.

El mayor peligro de la edad adulta no lo anuncian en la televisión. Se trata de dejar de ver, de ver con los ojos de un niño. El apabullante concepto de realidad sustituye a la ignorancia. Y tú te preguntas dónde han escondido los rescoldos de la magia y por qué Tiempo es tan hijo de puta.

Entonces sumas dos más dos, en honor de la etapa escolar.

Mientras uno, de niño, era feliz, el mundo también navegaba a la deriva, arrastrado por las corrientes del Caos. Tus padres, tus tíos, tus abuelos… Ellos lo sabían. Y, o bien lo dejaban a un lado, o bien aprendían a vivir con esa mochila cargada de piedras.

Algunos ya no están. Las ausencias ocupan más por una sencilla razón: abarcan lo que abarcan los recuerdos en común, las emociones que alguna vez hemos sentido por esas personas, la vida que nos insuflaron.

Entonces uno asume que él también tiene que sentarse a la mesa y que, al igual que ausencias, habrá caras nuevas, algunas demasiado parecidas a él. Recordará lo que otros hicieron y guardará el pacto de silencio. Incluso se vestirá de Rey Mago o de Papá Noel y bajará a tirar la basura; con suerte, se encontrará con Tiempo en el rellano y, después de negociar un rato, logrará que vuelva a ser Navidad, al menos por una noche.

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