Así hablábamos: lenguaje juvenil, música y abrazos para enfrentar la muerte y festejar que lo raro es vivir

Por Mariano Velasco

La escena final de Así hablábamos, en la que los ocho actores que componen el elenco terminan abrazados y tumbados en el suelo los unos sobre los otros, aporta un magnífico broche final a una obra que si en su transcurrir nos ha venido hablando de la importancia del diálogo, la música y la comunicación frente a los peligros del aislamiento, remata la idea de la necesidad que todo ser humano tiene de socializar para sobrevivir y enfrentarse conjuntamente a las desgracias, especialmente a la muerte, poniendo el último acento en el contacto físico: abrazarnos, tocarnos y sentirnos, tal vez lo único que, dicho desde la más absoluta ignorancia, no se atisba que llegue a suplir la tecnología y la dichosa inteligencia artificial esa que se nos viene encima ya mismito.

No creo que haya sido casualidad que esa escena final sea precisamente la escogida para el cartel que anuncia esta brillante y original creación de la joven compañía La Tristura, que se representa estos días en el Teatro Valle-Inclán de Madrid y que, utilizando como contexto la grabación de un disco por un grupo musical de jóvenes veinteañeros, interrumpida por la muerte de uno de ellos, nos conecta con el universo de la escritora Carmen Martín Gaite y nos habla, a través de la obra y de las ideas de la novelista y ensayista salmantina, de algo tan teatral como es la necesidad de diálogo entre los seres humanos, especialmente entre los jóvenes. Pero sin olvidarnos de otras formas de comunicación, como es el caso de la música —otra de las originales aportaciones de la obra— y, como decimos, del puro contacto físico para superar traumas, pérdidas o tristezas y llegar a entender y valorar, haciendo alusión al título de una de las novelas de Martín Gaite, que aquí “lo raro es vivir”.

Para lograrlo, Así hablábamos apuesta por una escenografía arriesgada, un espacio rectangular y alargado con público a ambos lados, a veces incómodo de seguir con la mirada cuando la escena se parte en dos, pero que funciona muy bien a la hora de integrar al espectador en las conversaciones, que intuyo que es de lo que se trata. Más cuando uno de los mayores aciertos de la obra es el de utilizar unos diálogos naturales y un lenguaje muy de la calle, lejos de caer en el error de presentar a veinteañeros hablando como cuarentones. Y sin caer tampoco en la tentación de empobrecer con ello el lenguaje: se escucha, y mucho, lo de “rollo…” y “en plan…”, sí, pero también se deja caer como quien no quiere la cosa algún que otro más culto “pusilánime”.

Otra cosa es que con todo ello se nos hace ver a quienes ya no somos tan jóvenes que, dejando a un lado por un momento móviles y redes sociales, las conversaciones de estos no son siempre tan vacías como a veces pensamos, sino que también saben enfrentar situaciones y sentimientos tan trascendentes como las que aquí se abordan: la manera de superar la ausencia de los seres queridos, la importancia de trabajar en grupo, las diferentes formas de amar y de ser amado, la comprensión, la empatía, la admiración/envidia hacia los demás…

 

 

Y ello sin dejar de lado tampoco el verdadero motivo de la reunión, que no es otro que el ponerse de acuerdo para acabar de grabar un disco, interrumpido por el trágico suceso. Entonces es cuando se plantean otros asuntos más livianos pero no menos interesantes desde el punto de vista del proceso creativo, porque la vida sigue. Resulta muy llamativo en este sentido el diálogo sobre las dificultades para escribir frases de canciones utilizando solo seis sílabas en nuestro idioma, o sobre cómo una canción, por buena que sea, puede encajar o no en el proyecto del grupo, si es que se tiene claro cuál es el proyecto del grupo.

 

Aunque existe el momento para el lucimiento personal de algunos de los actores, como la excelente e impetuosa coreografía final de Belén Martí Lluch y las intervenciones musicales de Teresa Garzón Barla y de Ede, otro de los grandes aciertos de la obra es su sentido coral, convirtiendo con habilidad el “grupo” en un único personaje cuando la situación así lo requiere.

“En qué nos parecemos

tú y yo a la nieve.

Tú en lo blanca y galana

yo en deshacerme.

A los árboles altos

los mueve el viento.

Y a los enamorados

el pensamiento”.

Y hablando de Ede, para quienes no la conozcan demasiado no está de más subrayar, dicho sea de paso, y pese a su todavía breve carrera musical, que muy poquita gente en este país hace canciones con tanto buen gusto, sensibilidad, calidad poética, musical y vocal como las hace ella, como bien ha demostrado con su excelente disco “Lucero”. Por eso está muy bien traído —porque en “Así hablábamos” Ede hace de Ede— que sea precisamente un tema suyo el que despierta las dudas entre los demás y refleja las dificultades de trabajan en grupo.

“Tranquila, me dicen tranquila

nadie corre más que el viento.

Pero yo no sé estar tranquila

yo estoy llena de cosas que estallan por dentro”.

Pese al tema de fondo que se aborda, el de superar la pérdida de un ser querido, tras ver este fresco montaje, acaba saliendo uno del teatro con cierta sensación reconfortante, imagino que por haber podido comprobar que sí, que aunque las generaciones más jóvenes tengan otra manera distinta de tratar las cosas, rollo sincero y en plan coleguitas, son capaces de hacerlo tan bien o incluso mejor de lo que lo hacemos los más mayores. Y que Carmen Martín Gaite ya lo sabía.

Así hablábamos

Creación de La tristura, a partir del universo de Carmen Martín Gaite

Centro Dramático Nacional. Teatro Valle-Inclán (Madrid)

Dramaturgia y dirección Itsaso Arana, Violeta Gil y Celso Giménez

Reparto (por orden alfabético): Anaïs Doménech, Ede, Teresa Garzón Barla, Gonzalo Herrero,  Fernando Jariego, Belén Martí Lluch, Eva Mir, Marcos Úbeda.

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