‘Los peces no cierran los ojos’, de Erri de Luca

DANIEL GONZÁLEZ IRALA.

Imitado por muchos escritores de la nueva hornada italiana, estamos ante un autor de nouvelles exigente; curtido en mil y un oficios y artífice de alrededor de cincuenta obras de este formato y estilo, su prosa trata de dar voz a criaturas más o menos marginales que desde la poesía, la sinestesia, la confusión de los primeros amores, su conversión en estupor, aportan más detalles sobre lo faulkneriano (Las palmeras salvajes) de este asunto —el amor— que sobre lo puramente gozoso. En este sentido, Los peces… es una novela que quedaría en medio entre el derrotismo del norteamericano y la brillantez de algunos escritores latinoamericanos del boom. Y no sabemos muy bien si ese «su esposo» es el narrador personaje, hasta el momento final no identificado, y ni tan siquiera.

También la novela abarca el concepto de ser napolitano en un contexto de guerra; el protagonista se declara afín a libros y películas neorrealistas, entre las que destacan Tutti a casa de Luigi Comencini; de un padre ausente que viaja mucho a Nueva York, un novelista y a la vez hombre de acción, que no sabemos si huye del ambiente opresivo que tiene tanto parecido al actual, o necesita trabajar fuera, trayéndose de allí más un sabor a hormigón armado, aún más gris y agobiante, pero que permite vivir tanto a su mujer como también a su hermana.

Dos actividades ocupan el tiempo, en un principio de este narrador, que son la observación acomplejada de esta realidad y hacer crucigramas, si bien todo cambia cuando conoce a una lectora de novelas policíacas que está en la playa, y es escritora. Esta joven es lo único dulce que encuentra en su camino, si bien el conocimiento de las palabras y su torpe enredo entre las frases, que el autor convierte en poesía, le harán desarrollar el sentido del ritmo de tal forma, que se convertirá en músico, a pesar de lo controladora que resulta ser una madre muy influenciada por su pareja.

Desde pequeño recibe lecciones vitales como esta: «Y el mar no enseña nada, el mar hace, y a su manera» u otras en que se muestra la verdadera cara de la ausencia que comentábamos («A papá, en la ciudad, le molestaba cogerme de la mano, en la calle no quería, si yo lo intentaba se zafaba, metiéndosela en el bolsillo») Todo ello le hace sentirse rechazado, con unas carencias y dolorosas inseguridades, y nos muestra en una sola frase, y con proverbial economía de medios, cómo sus recuerdos podrían estar también traicionándolo en este sentido: «Aquel niño de diez años queda hoy fuera de mi alcance. Puedo escribir sobre él, no conocerlo».

Destacamos igualmente una frase que deja ver su educación sentimental impositiva, y cómo a pesar de todo el narrador admiraba lo que tenía delante de esos ojos: «He amado mucho ese cine, como espectador puro. Como delante de los cuadros: no me situaba en el punto de vista del pintor, sino en el de quién está en un lateral y echa un vistazo por encima de las cabezas desde un asiento en el gallinero».

Llega también un momento en que la novela trata de explicarse a través del título, que se corresponde con una línea de diálogo, a sí mismo, y a la vez de borrar todo reproche anterior: «No le enseñaba a nadie el gesto, que podía suponer una ofensa para quién con tan poco podía llenar un plato en la mesa», y es que a partir de aquí el protagonista alza el vuelo y se empieza a encontrar consigo mismo. Y es entonces cuando la guerra redefine este ataque de ego: «Recuperé la cólera del niño en las lágrimas exprimidas por los gases lacrimógenos». Entonces todo cambia, por propia experiencia, y esos ojos de los peces se obligan por lo menos a parpadear.

El amor por la escritora y el beso furtivo para dar celos a otros muchachos no es suficiente, pues el descubrimiento de esa dulzura añorada le hace darse cuenta de que «no es una serenata en el balcón, se parece a una marejada de ábrego, revuelve el mar por encima y por debajo lo remueve». De esta forma y mediante el oído y el gusto latentes, el personaje llega al autoconocimiento verdadero.

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