El terror adquiere formas voluptuosas y de pura crueldad en “Nuestra parte de noche”

Horacio Otheguy Riveira.

Un hombre y su hijo atraviesan Argentina por carretera, desde Buenos Aires hacia las cataratas de Iguazú. Son los años de la junta militar (1976-1983), hay controles de soldados armados y tensión en el ambiente. Como su padre, Gaspar, 6 años, está llamado a ser un médium en una sociedad secreta, la Orden, que contacta con el Dios de la Oscuridad en busca de la vida eterna mediante atroces rituales. En ellos es vital disponer de un médium, pero el destino de estos seres dotados de poderes especiales es cruel, porque su desgaste físico y mental es rápido e implacable.

Los orígenes de la Orden, regida por la poderosa familia de la madre de Gaspar, se remontan a siglos atrás, cuando el conocimiento de la Oscuridad llegó desde el corazón de África a Inglaterra y desde allí se extendió hasta Argentina. En medio de todo hay un sincretismo religioso muy presente en grandes extensiones hispanoamericanas —fusión del cristianismo con religiones indígenas de la zona o africanas traídas por esclavos—, que en esta novela adquiere protagonismo con el culto a San La Muerte, una devoción no aprobada por la Iglesia, pero de gran alcance en amplios sectores populares (con callado apoyo de burgueses adictos a las comprometidas solicitudes de ayuda al santo, que a menudo impone sacrificios humanos).

Nuestra parte de noche suele admirarse como una novela de terror hispanoamericano, aunque la encuentro muy alejada de sus antecedentes magistrales (Horacio Quiroga, Jorge Luis Borges, José Emilio Pacheco o Juan Rulfo), ya que intervienen de manera destacada rasgos políticos de la última dictadura argentina agitados con elementos sobrenaturales escalofriantes.

Cuenta con bastante clímax terrorífico, relaciones con muertos y entre ellos, así como la creencia en los favores de un santo que a muchos aterroriza por su aspecto de esqueleto que pide mucho a cambio de dar lo que se le pide. El ya mencionado San La Muerte forma parte de una cultura rural trasladada a urbes de determinadas provincias. Con todo esto ocurre como con el realismo mágico que asombraba al mundo, mientras que a gran parte de la población latinoamericana lo consideraban pura vida cotidiana… “nada mágico”.

Uno de los aportes más interesantes de esta novela va por la libertad sexual de sus personajes, hombres y mujeres que disfrutan de esa liberación intensa, pero a su vez gozan-padecen rituales de los que no pueden desprenderse porque el alcance de la Oscuridad es absoluto e implacable: un reino misterioso que no conoce ética alguna… salvo cuando se revitalizan sus placeres bisexuales. Un aspecto que da cierta luminosidad al entorno en un desarrollo muy denso y a menudo angustioso cuando hay niños de por medio.

Tiene seis capítulos, cada uno con un estilo narrativo diferente. El cuarto resulta demasiado largo y cansino, aunque hay premio con el excelente quinto firmado por una periodista que verifica los datos expuestos, no como personaje, sino como realidad patente. El sexto y último reclama mucha paciencia, ya que el tono general es costumbrista en la vida de los jóvenes amigos, con el coprotagonista de 18 años ya. Son jóvenes muy libres sexualmente en cualquier registro, chicas y chicos que han olvidado o ignoran por completo amenazas ocultistas, pero perciben extraños fenómenos… hacia la resolución de la novela.

Con un desarrollo denso, a menudo excesivo, abrumador en la difícil creación de puentes entre el horror y una ternura paterno-filial lindante con arrebatos de violencia, Mariana Enriquez consolida un estilo que siembra fascinación mundial, traducida a varios idiomas, consagrando una relación literaria y vital con la filosofía espiritista o animista del No estamos solos: un lugar que se teme y anhela porque en su base reside una manera de vivir frente a frente con distintos rasgos propios del misterio de la muerte junto al uso y abuso de poderosos burgueses, cada tanto amparados en dictaduras feroces, gente dependiente de favores provenientes de una Orden cuyo Dios es la Oscuridad.

 

Un Santo no admitido por la Iglesia Católica, que tiene numerosos adeptos en Corrientes, Argentina (donde transcurre parte de la acción) y en Misiones, Formosa, Paraguay y México. He aquí uno de los templos en cuyo altar se depositan pedidos de ayudas y se dejan ofrendas de todo tipo.

 

La garganta del diablo en las Cataratas del Iguazú, en el noreste de Argentina, marca un importante giro en la acción del moribundo Juan, médium que hace lo imposible por proteger a su hijo Gaspar de los maléficos poderes de quienes lucran con la destrucción ajena de los más débiles.

 

En el comienzo…

«[…] Era fácil salir de la ciudad un domingo de enero por la mañana. Antes de lo que esperaba, los edificios quedaron atrás. Y las casas bajas y las de chapa de las villas de la periferia. Y de pronto aparecieron los árboles y el campo. Gaspar ya dormía y a Juan el sol le quemaba el brazo como a un padre común en un fin de semana de club y paseo. Pero no era un padre común, las personas a veces lo sabían cuando lo miraban a los ojos, cuando hablaban con él un rato, de alguna manera reconocían el peligro: no podía ocultar lo que era, no era posible esconder algo así, no demasiado tiempo.

Estacionó frente a un bar que anunciaba submarinos y medialunas. Vamos a desayunar, le dijo a Gaspar, que se despertó de inmediato y se restregó los ojos azules, enormes, un poco distantes.

La mujer que limpiaba las mesas tenía todo el aspecto de ser la dueña del local y de ser afable y chismosa. Los miró con curiosidad cuando se sentaron lejos de la ventana, cerca de la heladera. Un chico con su autito de colección en la mano y su padre que medía dos metros y tenía el pelo largo y rubio rozándole los hombros. Les limpió la mesa con un trapo y tomó el pedido en una libreta, como si el bar estuviese lleno. Gaspar quiso un submarino y facturas con dulce de leche; Juan pidió un vaso de agua y un sándwich de queso. Se sacó los anteojos oscuros y abrió el diario que estaba sobre la mesa, aunque sabía que las noticias importantes no salían en la prensa. No había noticias de los centros clandestinos de detención, ni de los enfrentamientos nocturnos, ni de los secuestros, ni de los niños robados. Solo crónicas sobre el Mundialito que se jugaba en Uruguay, que no le interesaba. Fingir normalidad a veces era difícil cuando estaba distraído, cuando estaba tan irremediablemente triste y preocupado. La noche anterior había intentado, otra vez, comunicarse con Rosario. No lo conseguía. Ella no estaba en ningún lado, no lograba sentirla, se había ido de una manera que le resultaba imposible entender o aceptar.

–Hace calor –dijo Gaspar.

El chico estaba transpirado, el pelo húmedo, las mejillas coloradas. Juan le tocó la espalda. Tenía la remera empapada.

–Esperame acá –le dijo, y fue al auto a buscar una remera seca. Después lo llevó al baño del bar, para mojarle la cabeza, secarle el sudor, ponerle la remera,

que olía un poco a nafta.

Cuando volvieron a la mesa, los esperaban el desayuno y la mujer; Juan le pidió otro vaso de agua para Gaspar.

–Hay un camping precioso acá, si se quieren refrescar en el río.

–Gracias, no tenemos tiempo –dijo Juan, intentando sonar amable. Se desprendió un poco más los botones de la camisa.

–¿Viajan solitos? ¡Qué ojazos tiene este nene! ¿Cómo te llamás?

Juan tuvo ganas de decir hijo, no le contestes, comamos mientras la dejo muda para siempre, pero Gaspar dijo su nombre y la mujer, ya lanzada, preguntó con voz hipócrita, aniñada:

–¿Y tu mami?

Juan sintió el dolor del chico en todo el cuerpo. Era primitivo y sin palabras; era crudo y vertiginoso. Tuvo que aferrarse de la mesa y hacer un esfuerzo para desprenderse de su hijo y de ese dolor. Gaspar no podía contestar y lo miraba buscando ayuda. Se había comido solamente media factura. Tenía que enseñarle a no aferrarse así, ni a él ni a nadie.

–Señora –Juan trató de controlarse, pero sonó amenazante–, ¿qué mierda le importa?

–Es para dar conversación nada más –contestó ella, ofendida.

–Ah, qué bien. Usted se enoja porque no tiene su conversación imbécil y nosotros sufrimos su indiscreción de necia, de vieja chusma. ¿Quiere saber? Mi mujer murió hace tres meses atropellada por un colectivo que la arrastró dos cuadras.

–Lo siento mucho.

–No. Usted no siente nada porque no la conocía ni nos conoce a nosotros.

La mujer quiso decir algo más, pero se alejó casi lloriqueando. Gaspar lo miraba todavía, pero tenía los ojos secos. Estaba un poco asustado.

–No pasa nada. Terminá de comer. […]».

*** *** ***

 

«… No sé si puedo dejarte algo que no esté sucio, que no sea oscuro, nuestra parte de noche. Esto me gusta, dijo Gaspar, y su padre le contestó claro que te gusta, porque ahora nada puede lastimarte. ¿Nada? Ahora mismo, nada. Caminaron sin esquivar los charcos porque era imposible evitarlos, empapándose los pies, los pantalones embarrados. Gaspar paraba de vez en cuando para que su padre recuperara el aliento, podía caminar tan poco ahora… Ahora nada puede lastimarte, cuánto duraba el ahora, cuánto tiempo era el presente…».

 

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Alguien camina sobre tu tumba

Bajar es lo peor

Las cosas que perdimos en el fuego

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