“Desconocidos”, de Andrew Haigh

JOSÉ LUIS MUÑOZ

Lo que pudo ser y no fue podría titularse Desconocidos, el estilizado melodrama gay del británico Andrew Haigh (Harrogate, 1973), realizador indie conocido por Weekend y 45 años entre otras,  que adapta la novela homónima del escritor japonés Taichi Yamada, una historia que tiene que ver con la homosexualidad culpable y la no asunción del duelo y que transita, sin llegar a serlo de forma canónica, por los senderos del cine fantástico en esa relación afectiva que se establece entre vivos y muertos y como estos últimos, a través de los recuerdos, siguen muy vivos en los que se quedan.

Adam (Andrew Scott, el protagonista de la serie Ripley) vive en un enorme bloque de apartamentos deshabitados a las afueras de Londres mientras escribe un guion cinematográfico y establece una relación sexual y afectiva con Harry (Paul Mescal, el protagonista de Gladiator 2), su único vecino, liberando una pulsión que ha decidido mantener oculta y reprimida durante toda su vida. Adam, además, tiene un trauma familiar importante que lo sacude constantemente y del que no se ha recuperado, la pérdida de sus padres (Jamie Bell y Claire Foy) cuando era niño por un terrible accidente de tráfico (su padre murió en el acto; su madre agonizó en un hospital y él hasta buscó su ojo perdido en el lugar del accidente, dice en uno de los diálogos del film), lo que le hace visitar una y otra vez su antigua casa familiar para hablar con los fantasmas de los progenitores y buscar su apoyo y la aprobación a su conducta sexual.

Entre ficción y realidad, entre lo imaginado y lo real, se mueve esta película extraña, laberíntica y desasosegante que transita al ritmo de los Pet Shop Boys como banda sonora ochentera y se sirve de la gama de azules de sus fotogramas. Andrew Haigh indaga en la compleja y difícil asunción de la homosexualidad por parte de su torturado protagonista (la discusión que establece con Harry sobre si es mejor utilizar el término gay que el de queer que resulta más moderno; los primeros contactos físicos entre los dos hombres en los que Adam, bisoño en esas lides, se deja guiar por Harry, mucho más experto, el vecino misterioso al que al principio rechaza cuando llama a su puerta, borracho, y se le insinúa abiertamente, y esa resulta ser una secuencia clave de lo que vendrá a continuación) y en la negación del duelo (Adam acudiendo una y  otra vez a su antigua casa para buscar el apoyo y el cariño de sus padres, que tienen su misma edad, porque él ha crecido y ellos se quedaron anclados en su juventud cuando murieron), porque sus progenitores están muy presentes en su vida y en sus sueños y quiere preguntarles, entre otras cosas, si aceptan la homosexualidad de su hijo y qué les parece su compañero sentimental, ese desconocido que es Harry.

Andrew Haigh cierra su filme claustrofóbico (hay una sola escapada de la pareja protagonista de esos apartamentos deshabitados a una discoteca de ambiente gay en donde, además de bailar y desmadrarse, consumen drogas alucinógenas) con una secuencia sencillamente magistral que hace que el espectador se replantee todo lo que ha visto y oído anteriormente, broche de oro para una película brillante y sensible en todo su desarrollo y en donde sobre la relación carnal entre sus protagonistas pivota todavía el estigma de lo prohibido y la culpa, por el trauma emocional de ese personaje torturado que es Adam tan unido a su pasado que no es capaz de disfrutar del presente. Desconocidos es una película fascinante, poliédrica y compleja, lírica y sensual al mismo tiempo (las escenas de sexo están filmadas con la misma delicadeza que el maestro Harry enseña a su alumno Adam a disfrutar de su cuerpo), sobre la identidad sexual, la soledad, el amor y la familia que duele y deja al espectador clavado en su butaca.

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