Descansa el Tour en Montpellier, o más bien agoniza esperando con poco interés las etapas alpinas antes de llegar a París, y no está nada mal que se haya detenido la caravana en esta ciudad sureña que fue en el paso del siglo XVI al XVII un importante foco de hugonotes hasta que Luis XIII tomó la ciudad en 1622 para imponer la fe católica de modo similar a como Pogacar, el monarca absoluto del ciclismo o el Rey Sol del pelotón, ha limpiado el Tour de toda herejía sometiendo a rivales y espectadores al poder de una única iglesia, que es la suya. Sus dos victorias consecutivas en los Pirineos esta semana han descabalgado de la lucha por el Santo Grial amarillo a todos los pretendientes, en especial al luterano Vinagres, ya a más de cuatro minutos en la clasificación general, y al sarraceno Ibn Epoel, el califa de Aalst, que harto de penar por una cordillera hostil a su religión desde Roldán y la batalla de Roncesvalles, abandonó el sábado antes de empezar el encadenado de cuatro ascensiones de la etapa reina temeroso de que su voz escaladora no alcanzase a darle un papel de tenor protagonista en esta ópera veraniega y le relegase, como parecía después de haber sido doblado en la cronoescalada del viernes por el danés, a miembro del coro de esprínteres y rodadores.

En definitiva, si el Tour del 2025 era una guerra de religiones, se ha impuesto de forma incontestable la Contrarreforma del exuberante esloveno, que por otra parte muestra una pequeña evolución desde el punto de vista literario, un levísimo cambio de género, o más bien de subgénero. Hace ya cinco años nos costó poco encuadrar a Pogacar en una larga tradición de poesía épica de transmisión oral: su arrojo, su fuerza, su imprudencia (representativa entonces de la habitual fortitudo opuesta a la sapientia de corredores más experimentados), su espontaneidad y, en definitiva, un encanto arrollador no exento de cierto desorden le emparentaban con héroes como Aquiles o Roldán, tan capaces de decidir una batalla o toda una guerra con su solo concurso como de distraerse ensoberbecidos por su propia grandeza y sucumbir en una emboscada descubriéndose con sorpresa vulnerables, como le ocurrió en los dos episodios de memento mori que le infligió el Arenque de Hillerslev en 2022 y 2023. Hoy, más maduro, el Perceval de Komenda es otro, tan poderoso o más que antes, pero también más reposado e inteligente. Su cuidada selección de los ataques, la eficiencia de su pedalada en montaña, todo gracilidad y elegancia en comparación con los que le persiguen retorciéndose como achicharrados por el sol de los Pirineos, le dan una distinción y majestad más propias de la épica culta que nos hacen pensar en el Eneas de Virgilio o, ya que hablamos de cruzadas, en el Godofredo o el Tancredo de la Jerusalén liberada de Torquato Tasso.

Estilísticamente, por otra parte, el ciclismo de Pogacar es de una claridad cristalina, lo que supone también la derrota del trobar clus, la rama de poesía hermética inventada por ciertos trovadores provenzales en el siglo XII cuya tradición llega hasta nuestros días en los versos deliberadamente oscuros de Mallarmé, Valéry, Montale, Paz, Valente y de algunos ciclistas herederos como los silentes Mas, Thomas, Buitrago o, en general, todos los componentes del Visma de Vinagres, que al parecer habían elaborado un complejo “plan” para asaltar la clasificación general con la ambición y la minuciosidad de un novelista de vanguardia. Ignoramos cuál era el diseño de la novela faulkneriana que pretendían escribir, pero en todo caso, sucumbió el jueves en la ascensión al Soulor ante la linealidad prístina propugnada por Pogacar, no sin antes ofrecer algunos esbozos de los audaces saltos temporales y cambios de perspectiva característicos de este tipo de narrativa. Así, el norteamericano Kuss, resurgido de entre los muertos como en un cuento de E.T.A. Hoffmann, impuso un ritmo tan violento que parecía anunciar un ataque lejano de su líder pero que, además de reducir el pelotón a seis o siete corredores, provocó que se quedaran del grupo los dos compañeros que debían tomarle el relevo; visto esto, decidieron adoptar como narrador a Jorgenson en lugar de a Kuss y marcar un ritmo tranquilo que, más allá de evitarle a Ibn Epoel la pérdida de una minutada de época, llevó a Pogacar bien acompañado hasta el último puerto para manejar la ascensión a su antojo. Probablemente no ganarán la violeta dorada del Consistori del Gai Saber, pero fue un inteligente homenaje a los trovadores Alegret y Marcoat, que presumían de componer vers contradizentz (versos contradictorios), cima de la dificultad del trobar clus.

Y de momento esto es todo lo que se puede contar, porque, por otra parte, esta historia ya la conocemos y no solo eso, sino que empieza a resultar molestamente repetitiva. El Tour ha entrado de nuevo, podríamos decir, en una enfermedad crónica que padece desde hace mucho tiempo y que se manifiesta una o dos veces cada década: el problema de las series.

Me explico. Este es el sexto Tour protagonizado por Pogacar, con toda probabilidad el cuarto que gana y, lo que es más grave, el quinto consecutivo en que él y Vingegaard ocupan las dos primeras posiciones. Por tanto, se trata ya, con todo derecho, de una saga, como las de Anquetil y Poulidor, el capitán Ahab y Moby Dick o no sé, Harry Potter y Voldemort, o por lo menos como cualquier serie policiaca. Pues bien, como todas ellas, la de Aquiles y Vinagres, o Perceval y la Pescadilla de Jutlandia, se enfrenta a un serio problema, el de mantener la tensión después de tantas entregas, el de ofrecernos, dentro de lo familiar para que no dejemos de disfrutar al reconocerlo, algo nuevo que refresque nuestra atención y vuelva a ilusionarnos y despertar alguna expectativa en nuestro ánimo. Por el momento, no lo está logrando, pero quizás no sea tarde si siguen el ejemplo de autores experimentados.

Empezando por lo más simple, las series policiacas, diría que su principal atractivo es el ir conociendo cada vez mejor a una serie de personajes recurrentes que se mueven en el mundo del detective y van ganando interés cuanto más tratamos con ellos, como en la vida misma. Pienso en los vecinos de Montalbano, en la mujer de Maigret, en el sufrido Lewis de Morse… En el ciclismo, de momento no es posible porque la omnipresencia de Pogacar opaca a todos con su brillo. Si en el último Tour ganó seis etapas y en este lleva ya cuatro cuando aún queda la última semana, si este año va a ganar la séptima de diez carreras disputadas, ¿qué espacio queda para los demás? Es imposible exagerar, en este sentido, la importancia de algunos fugados habituales como el leprechaun Healy, Quinn Capitán América Simmons, el freudiano Van der Poel o el pícaro Martínez, que asciende los puertos con la fe y el aspecto desastrado de un partisano, para abrir alguna línea argumental secundaria, por débil que sea, como una gota de agua para el sediento. En esta función, hemos tenido no ya la gota sino el oasis que nos ha ofrecido una vez más Julian Alaphilippe, excepcional cómico de la legua que nunca defrauda y que ayer acrecentó su leyenda al celebrar con la gestualidad desesperada e hiperbólica que le es propia su triunfo en el esprín por el tercer puesto creyendo que acababa de lograr la victoria de etapa. El ser reincidente en esta clase de confusión no le ha hecho más prudente, pero sí ha añadido un mayor patetismo al desengaño posterior, concretado en este caso en el siguiente parlamento que dirigió a un auxiliar de su equipo con la expresión de desconcierto y resignación de un Arlequín burlado y que conviene reproducir sin traducción: “C’est vraiment de radios de merde! Je m’en bats les couilles! C’est tous les jours comme ça… Ah, j’ai l’air con là!”

Otra posibilidad que se me ocurre, volviendo al argumento principal, es ir acumulando tensión en enfrentamientos sucesivos hasta llegar a una especie de Gran Batalla Final, esquema muy reconocible y utilizado en múltiples sagas de fantasía que aquí resultaría difícil de incorporar, dado que la tensión con Vingegaard es decreciente y el danés empieza a recordar a aquel personaje de Proust que hablaba con tríadas de adjetivos en gradación descendente: ha sido en el Tour un rival extraordinario, temible, bueno. De renovar al antagonista, francamente, ni hablemos: la principal novedad de la carrera, el alemán Lipowitz, está ahora mismo a más de siete minutos en la general pese a ser el tercer clasificado.

Otra opción, muy inteligente desde mi punto de vista, es el cambio de género, practicado de manera admirable por Hergé en los cómics de Tintín, al que impidió desgastarse como los personajes de otros tebeos enfrentándolo a pesquisas semipoliciales, aventuras en lugares exóticos y peligros tomados de la ciencia-ficción o convirtiéndolo en espectador asombrado de tramas de espionaje en plena Guerra Fría, como en El asunto Tornasol, o de una banal escena burguesa en Las joyas de la Castafiore. ¿Podría Pogacar funcionar como Tintín, al que por otra parte tanto se parece? Durante el resto del año, sí, y ahí le hemos visto afrontar, todavía sin éxito completo, los doce trabajos de Hércules o los cuarenta y uno de Astérix en las clásicas de primavera, donde muestra gran variedad de registros; pero en el Tour cuesta tener esperanza. La novela de aventuras juvenil que protagonizó en su irrupción en 2020 le queda ya muy pequeña (¿tiene sentido, en definitiva, que Aquiles protagonice una novela de Julio Verne o de Robert Louis Stevenson) y los duelos en las cumbres al estilo del wéstern necesitan de un oponente a la altura al que no llegamos ni a vislumbrar. Por lo tanto, solo queda la bala ya gastada de la épica en solitario, pero eso lo hemos visto tantas veces en los últimos años…

En este sentido, el intento de renovación propuesto por la organización de la carrera (y realmente, es difícil pensar que no haya sido esa la intención) ha sido la venganza, porque este año se ascienden los tres puertos más señalados en que Vingegaard derrotó a Pogacar: la cima maldita de Hautacam, ya conquistada el martes por el esloveno; el Mont Ventoux, donde quizás mañana intente emular a Petrarca, y el Col de la Loze, en el que hace dos años sufrió un desfallecimiento mitológico que parecía, en aquel momento, definitivo. Algo es algo, pero siendo sinceros, además de al propio implicado, ¿a quién pueden interesarle estos detalles psicológicos? No niego, por supuesto, el valor de la venganza en la tradición épica, pero ¿cuántas veces va a vengarse Aquiles del pobre Vinagres? De seguir por este camino, pronto terminará por arrastrar su cadáver encadenado a la bicicleta como el de Héctor alrededor de las murallas de Troya, lo que con seguridad sería ya excesivo. 

Por último, existe la opción James Bond, como la llama Julio, la de los universos paralelos. Efectivamente, igual que existen múltiples agentes 007 que no se superponen, contradicen ni anulan, quizás Pogacar sea un avatar más del Gran Dominador, también con licencia para matar y antes encarnado por Anquetil, Merckx, Hinault, Induráin o, por qué no decirlo, Lance Armstrong y Chris Froome. Incluso si es así, y es cierto, desde luego, que el Perceval de Komenda, como dice el tópico, lucha contra los mejores de la historia, eso no oculta los problemas de excesiva quietud en su reinado, que es la enfermedad recurrente del Tour de Francia. En todo caso, ¿adónde queremos llegar con esto? ¿Qué grado de dominio tiene que alcanzar para que lo consideremos superior a Anquetil, a Hinault o incluso a Merckx? ¿Tiene que ganar diez etapas de veintiuna? ¿Hace falta que gane también la de París? ¿Es realmente necesario que gane, Dios no lo quiera, siete Tours? Y, sobre todo, ¿cómo hacían los guionistas de Marvel para que sus lectores no se aburriesen de la enésima victoria de Batman sobre el Joker por más que la desearan?

En fin, en esas estamos Julio y yo en este lunes de descanso en Montpellier: como adictos a Pogacar, ansiamos su victoria y rechazamos ninguna otra posibilidad por más que la repetición del mismo argumento nos hastíe. Mientras nos debatimos en esta contradicción, reposamos abrasados por los rayos del Rey Sol del ciclismo. Nuestra recomendación para la última semana es centrarse en la verdadera competición, la lucha por el premio Émile Zola al ciclista más literario de la carrera, que quizás sea la única opción viable para solucionar el problema de las series, y untarse de abundante crema literaria protectora. Ojalá que estas crónicas desmayadas cumplan al menos esa función preventiva.

Anteriormente en Culturamas:

El Tour como ficción 2025 (I). Teologías del Tour

El Tour como ficción 2025 (II). Del Consistori del Gai Saber a Hautacam (o de las esperanzas de dos cruzados y un Abencerremco)

La ilustración de la portada, que se reproduce completa a continuación, es obra de Nora Manzano Gómez