El Tour como ficción 2023 (III). Dos cabalgan juntos: un wéstern en los Alpes

Si Julio empezaba su crónica hace unos días pidiendo disculpas por su tardanza en publicarla, yo debo hacerlo ahora por mi premura en escribirla, que causará seguramente algún descuido estilístico; pero el tiempo apremia, porque mañana mismo (ya hoy) se disputa la contrarreloj que podría, muy probablemente, desequilibrar el Tour. Apremia el tiempo y pululan y asedian los esbirros de ASO, la empresa que organiza la carrera y que rabia, sin que sepamos por qué, por nuestros artículos. Se acercaron, como sabes, a Julio tentándole con dádivas, puestos y colocaciones que no hicieron sino probar que es incorruptible y de una pieza y que antepone siempre el estilo de la escritura al de la vestimenta. Redoblan ahora sus esfuerzos atacándome a mí con amenazas y malas artes en mi punto débil al acaparar con dos fornidos responsables de prensa todos los cruasanes del buffet de nuestro hotel de Saint-Gervais-les-Bains, al pie del Mont Blanc, y obligándome a entretener la mañana con las austeras, aunque elegantes, copas de macedonia. Heme aquí, pues, como un Shelley o un Byron escribiendo febrilmente en la noche sublime de los Alpes mientras mi Polidori duerme a pierna suelta en la habitación contigua para asegurarme de ser el primero mañana en el salón del desayuno. Hemos activado, en definitiva, el plan C, que consiste, dicho en el código que hemos tomado prestado al UAE de Pogacar para burlar la vigilancia de la organización, en que “cuando los cocodrilos tienen que dormir, todos saltamos sobre el tigre”. Ignoro a qué se referían los mirmidones con esta clave, pero para los cronistas de Culturamas significa, sencillamente, que mientras los ciclistas y los lectores descansáis, los glotones escribimos.

Y escribimos de nuevo sobre Vingegaard y Pogacar, que siguen protagonizando casi en solitario la carrera y están construyendo, o más bien han construido ya, una rivalidad a la altura de las duplas históricas del Tour de Francia y de la literatura universal: Anquetil y Poulidor, Ocaña y Merckx, Arturo y Lanzarote, Lemond y Fignon, Héctor y Aquiles… y estos dos héroes de nuestro tiempo de los que hay que volver a hablar. De Pogacar, en realidad, hemos dicho por el momento suficiente, así que nos detendremos en Vinagres para responder a la legítima pregunta que podrían plantearse muchos lectores: ¿cómo ha llegado un corredor originariamente indiferente y anodino a situarse tan bonitamente en esa lista sin desentonar ni pasar como un impostor? Pues bien, construyendo un personaje en la mejor tradición de la novela realista del XIX: con coherencia y a fuego lento, del mismo modo que debe cocinarse la sopa de cebolla, un plato que al fin soporta bien la analogía con el corredor danés.

Examinémoslo, comparándole, por ejemplo, con Pogacar, que como todos los grandes héroes, como Aquiles o Tintín, a los que tanto se parece, nació ya preparado para protagonizar las más grandes aventuras. En 2018, por ejemplo, mientras él ganaba el Tour del Porvenir (el Tour juvenil), Vingegaard terminaba sexagésimo séptimo en la clasificación general, con un vigésimo séptimo puesto como mejor resultado parcial, descontando la contrarreloj por equipos que ganó la selección danesa. Nada hacía presagiar, pues, que llegara a ser mejor como ciclista que en su anterior ocupación, obrero en una fábrica de conservas de pescado, y así fue durante dos años más, en los que se empleó como gregario de montaña, esto es, un personaje secundario de cierta importancia que siempre podía recibir la atención del narrador en un capítulo intermedio para iluminar un tanto una psicología oscura, curiosa pero no tan interesante ni compleja como la del protagonista (y así, me temo, sigue siendo hasta hoy), al modo de Ramón Villaamil en Fortunata y Jacinta, al que no se parece en nada, pero que también dio pie a un spin-off en Miau. Su caso recuerda más al de Esplandián, hijo primogénito de Amadís que protagonizaría su propia saga de libros caballerescos, de la misma manera que Vingegaard se independizó de su padre ciclista Primoz Roglic para alcanzar la cima anhelada del maillot amarillo. Cuesta saber por qué fue él y no su compañero Kuss, que durante mucho tiempo pareció mucho mejor escalador, el elegido para la gloria, pero en todo caso en 2021 debió de recibir una suerte de mandato divino de los que a veces oyen los ciclistas daneses y empezó su conversión en rey pescadero con su primera clasificación general en la Semana Coppi y Bartali, un segundo puesto en la Vuelta al País Vasco y, sobre todo, el segundo puesto en el Tour de Francia, en el que incluso llegó a descolgar al entonces intratable Pogacar en el Mont Ventoux. Sobre esa piedra empezaba a edificarse su iglesia, con los muros y columnas de una capacidad para la contrarreloj verdaderamente sorprendente (sus escasos sesenta kilos no le impideron, por ejemplo, ganar la contrarreloj del Tour del año pasado, que por otra parte cedió casi con desprecio a su compañero Van Aert) y la cúpula esplendorosa que ha añadido este año de una valentía y un carisma que, aunque aparentemente solo se muestran cuando le toca a Julio escribir la crónica, nos pueden retrotraer a los precedentes insignes ya señalados y le sitúan a una altura desde la que bien puede mirar a los ojos a su rival.

En este punto, la historia de la literatura y del ciclismo señalan ya su destino: el rey pescadero debe retar a su rival y batirse en duelo con él para culminar su construcción como personaje. Y, en efecto, en ello lleva toda la semana, aunque sea Pogacar como segundo clasificado quien lleva la iniciativa habiendo tomado el relevo del arrojo de Vingegaard en los Pirineos y al tiempo cambiando de género narrativo en favor de aquel en que más abundan los duelos: el wéstern. ¿Quién lo puede negar? Su duelo se resuelve “en los prados sembrados de ojos”, ante la mirada de los aficionados y también de los campeones que les precedieron, que ya se fueron pero dejaron sus espíritus como manes tutelares de los grandes puertos  y “sus ojos colgados de las ramas de los árboles”. Ahí les tenemos a los dos, y solo a los dos, que a la primera aceleración se quedan solos en cabeza, sobre sus monturas intercambiando disparos al sol crepuscular del Puy de Dôme, persiguiéndose a escasa (muy escasa) distancia por entre los pinares y jugando al gato y al ratón en los roquedos de los Alpes. La igualdad es máxima, como marcan las necesidades del guion, y en consecuencia los dos jinetes resuelven sus cuitas al esprín, donde es algo mejor el esloveno, “que tiene un maillot nacarado / y la alegría de la inmortalidad en sus pupilas”. El saldo de sus tiroteos, en todo caso, ha sido magro: recortó ocho segundos el viernes, perdió uno después de sumar y restar bonificaciones el sábado y empató a cero (a cero segundos, a cero ataques) el domingo.

Total: diez segundos de diferencia a favor de Vingegaard, espadas en alto o manos cerca de las cartucheras y la incómoda sensación para los espectadores de que hace falta una segunda línea argumental porque, si bien un duelo en el momento álgido de la película es enteramente adecuado, tres consecutivos en su segundo tercio pueden resultar pesados. Además, como ya advirtió Woody Allen, cualquier gesto repetido indefinidamente, por elevado o trágico que sea, termina resultando cómico (el eterno retorno no es, en este sentido, una condena trágica como quería Nietzsche, sino una parodia absurda). De hecho, es preciso reconocer que la igualdad extrema entre ambos campeones y su superioridad igualmente extrema sobre el resto de contendientes está degenerando rápidamente: de la escena grandiosa del Puy de Dôme hace ya una semana hemos pasado a un marcaje realmente cargante en la etapa de ayer, en la que Pogacar fingió varias veces perder la rueda de su rival, que por otra parte rehusó probarle con un ataque y se descolgó del gregario que marcaba el ritmo para ponerse a su rueda. Incluso el gran momento del fin de semana alpino, un ataque sostenido durante dos kilómetros por Pogacar en el Joux Plane terminó con uno de esos episodios berlanguianos que se dan de vez en cuando en el ciclismo profesional, cuando dos motos de prensa, atascadas entre el público que se agolpaba en el centro de la carretera para salir en la tele o perseguir a los ciclistas como José Luis López Vázquez en Atraco a las tres gritando ardorosamente “¡Fernando Galindo, un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo!”, frenaron en seco una aceleración que posiblemente le hubiese hecho ganar otros tres segundos en la cima del puerto; aunque si nos ponemos más serios, la escena me recordó a Kirk Douglas atrapado entre camiones y automóviles en Los valientes andan solos.

En este sentido, el único que ha ofrecido un cierto refresco ha sido Carlos Rodríguez, por el momento tercero de la general, que aprovechando el marcaje entre los dos protagonistas opositó a secundario de lujo ganando en Morzine con la despreocupación y el optimismo de Alan Bourdillion Traherne, el Mississippi de James Caan en El Dorado, después de un descenso tan arriesgado como admirable. A sus veintidós años y en su primera participación en el Tour, podría estar empezando la construcción de otro gran personaje, pero parece seguro que el año que viene correrá en el Movistar/la selección española, equipo donde verdaderamente los valientes andan solos, y mucho me temo que bajo la tutela del director deportivo Chente García Acosta, una especie de Walter Brennan castizo, su carisma se disolverá como un azucarillo y se perderá en chanzas mortadelescas para homenajear al dibujante que tanto ha influido a ese equipo en los últimos años. De los demás personajes, no hay apenas noticias. Están todos descabalgados del encuadre de la cámara y en general se dedican a ser los últimos en recibir una bala y quedarse en las ascensiones, “seca su vida como el desierto”.

Dicho esto y con la satisfacción del deber cumplido, veo las primeras luces del día, con las que cierro el ordenador y abro la puerta de la habitación para entreoler los cruasanes recién horneados, hacia los que ya me dirijo.

Quedan seis días de carrera de los que se ocupará Julio. Tres parecen decisivos: la contrarreloj de hoy, la jornada de alta montaña de mañana y la de montaña alta del sábado. Solo le deseo, para que no tenga que volver a escribir este mismo artículo, que la lucha contra el cronómetro depare diferencias apreciables. De lo contrario, se nos convertiría Duelo de titanes en Los hermanos Marx en el Oeste.

Anteriormente en Culturamas:

El Tour como ficción 2023 (I). Desde Bilbao, a nuestros lectores empíricos

El Tour como ficción 2023 (II). Vingegaard y Pogacar, salvajes y sentimentales: “Algún día / se pondrá el tiempo amarillo / sobre mi fotografía”

 

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