En el 30 aniversario de la muerte de Samuel Beckett seguimos Esperando a Godot

Por Horacio Otheguy Riveira

Cuando murió en 1989, llevaba veinte años sin escribir una línea. Desde que en 1969 se produjo «la catástrofe» de que le concedieran el Premio Nobel no escribió nada. Rechazó el galardón, y por tanto el dinero que conllevaba. Tampoco hizo declaración alguna.

El autor de antinovelas y de obras de teatro «horriblemente cómicas», vivió como un hombre que agoniza  «ante el disparate de la existencia», una agonía con necesidades creativas muy bien comprendidas en pequeñas salas de teatro alternativo y en ambientes insólitos como algunas grandes cárceles.

Secretario de James Joyce durante bastante tiempo, de su Irlanda natal pasó a Francia, donde se comprometió con la Resistencia ante la ocupación nazi, fue perseguido por la Gestapo y a medida que avanzaba hacia nuevos éxitos militares o de sabotaje iba dejando en el camino a muchos compañeros, cuyo duelo le abrumó hasta el final de su larga vida. Sin embargo, en su prosa y en su dramaturgia toda dignidad se ha perdido de antemano. La posguerra le dejó con el amargo sabor de haber visto de cerca el terrorismo de estado y el desgarro de quienes dejan todo para seguir adelante y vencer. ¿Pero alrededor qué? ¿El resto del mundo qué hace? Posiblemente esperen a alguna clase de Godot que les venga a salvar o, como Winnie en Los días felices la gente recuerde con ilusión las pequeñas cosas del día a día mientras se hunde  lentamente, prisionera de un montículo de tierra calcinada, o la pareja amo-esclavo que juega su tortuosa cotidianidad en un Final de partida, mientras los padres viven en cubos de basura. El dolor con negro humor se sanea. La ternura de los despojos humanos adquiere una trascendencia mística en un mundo sin dios.

No quiso el gran premio, más bien le avergonzaba recibir semejante eco internacional cuando se había empeñado en relatos donde la pasión de seguir adelante es más un compromiso animal que social.

Esperando a Godot pertenece a un teatro de posguerra que fue etiquetado como Teatro del absurdo, uniéndolo al rumano Ionesco que por la misma época (primeros cincuenta) estrenó La cantante calva, pieza breve que aún continúa en cartel en la misma pequeña sala donde estrenó. Ninguno de los dos consideró absurda su obra, aunque sí diametralmente opuesta al teatro que el mundo representaba por entonces. Pero esta clase de etiquetas es lo que tienen: no se pueden despegar de las enciclopedias y menos todavía del imaginario colectivo.

La libertad estilística con que Samuel Beckett atrapa al lector/espectador es el resultado de una conquista del lenguaje interior, un buscador de palabras en el inglés nativo y en el francés adquirido. Un creador al que no le interesó dejar constancia evidente, naturalista, de su experiencia en tiempos de guerra, como muchos colegas, tampoco perdió ni un minuto en criticarlos, solo se limitó a seguir adelante como una fuerza de la naturaleza, pero reptando como sus personajes literarios, sin descripción física alguna, como por ejemplo en Cómo es, escrita sin ninguna puntuación en 1961, con la que se despidió de la literatura:  «La lengua se ensucia de barro también para eso sólo un remedio entonces meterla y darle vueltas en la boca el barro tragarlo o escupirlo cuestión de si es nutritivo». El ritmo y el estilo de lo narrado llevan al lector a una situación de envolvente inquietud en la que los pensamientos del protagonista se agolpan y entrecruzan como lo hacen nuestros pensamientos desordenados, tal vez origen de la conciencia humana. La única pausa que el lector hará al leer este texto será la que le sugiera su respiración.

En el teatro, el revulsivo de permanecer vivo en la nada, llámese barro o ninguna parte específica, adquiere connotaciones diferentes. La palabra dicha en boca de un personaje sin historia, sin nudo pero con desenlace más o menos abierto, tiene una consistencia donde la supervivencia de sus criaturas se forja con el repetitivo juego infantil habitual, pero a cargo de adultos que viven su naufragio con la eterna esperanza de que un día, algún día, todo se resolverá si llega un salvador. A su alrededor, la dominación, la angustia, y la risa fácil de los niños ante los payasos —todos somos, al fin de cuentas, auténticos clowns— en un mundo que escapa a la lógica, hundido en el caos.

Lo que digo no significa que de aquí en adelante no habrá forma en el arte. Sólo significa que habrá una nueva forma y que esta forma será de una clase que admita el caos y no diga que el caos es realmente otra cosa (…). Encontrar una forma que se adapte al caos es ahora la tarea del artista (Samuel Beckett).

La obra de Beckett fue muy festejada en algunas cárceles donde sus espectadores sabían de la soledad y la desesperación, del humor trágico y de la comicidad malsana de mucha vida cotidiana. Uno de sus admiradores, que vio indultada su condena perpetua por asesinato, Rick Cluchey (foto), estrenó Esperando a Godot y otras piezas suyas dentro y fuera de la cárcel de San Quintín, incluso ha recorrido mundo, con paradas en ciudades como Madrid y Girona, cuando ya tenía 76 años.

Cluchey fue, además, muy amigo de Beckett y este le dirigió en algunas de sus representaciones. «Al maestro le gustaba mucho dirigir», y lo hizo para Compañías de diferentes países (Estados Unidos, Francia, Alemania…). «Era muy minucioso. Su obsesión con la idea del fracaso humano exigía una gran precisión. Desde luego era encantador, nada hermético. Había que entrar en su mundo y tener mucha paciencia. Para una grabación de 17 minutos tardamos tres días. En una ocasión me dijo `así no, mejor no, fracasa mejor´, era un perfeccionista del fracaso, valga la paradoja».

Samuel Beckett murió el 22 de diciembre de 1989 con 83 años, víctima de un enfisema pulmonar. Meses antes había fallecido su esposa, Suzanne Déchevaux-Dumesnil, seis años mayor. Se conocieron jugando tenis en París.

Su literatura sigue siendo minoritaria, extraña, de las que obligan al lector a realizar el esfuerzo de eliminar prejuicios y costumbres e introducirse en un área peligrosa: la de la eterna soledad que habla consigo misma y descubre perlas inesperadas. Pero su teatro nació en salas alternativas pero ya se representa en todas partes, por todo el mundo, aún hoy vanguardia de sorprendentes posibilidades y con una cercanía cada vez mayor hacia el absurdo de nuestro sistema de vida, tan aparentemente evolucionado.

Tal vez la primera representación en lengua castellana de «Esperando a Godot». En Buenos Aires, 1956, con traducción del crítico y dramaturgo Pablo Palant. En la foto, de izquierda a derecha: Roberto Villanueva, Jorge Petragia —también director, luego gran especialista en la obra de Beckett— y Leal Rey.
Nueva versión de «Esperando a Godot» estrenada el 8 de noviembre 2019 con gran éxito en el Teatro Palacio Valdés de Avilés. En Madrid, en el Teatro Bellas Artes, a partir del 21 de noviembre.

Dos amigos, casi hermanos, una extraña pareja que mientras están esperando, hablan, discuten, juegan, se desafían, se reconcilian, se aman, se repelen. Llega otra extraña pareja, aún más extraña, el juego se diversifica. Godot no llega, pero llega su emisario.
Raudales de humanidad en personajes desamparados, errantes, desacoplados, que nos recuerdan que el ser humano, aun en situaciones muy difíciles, es capaz de levantarse o por lo menos como hace Estragón en el final de la obra, de volverse a poner los pantalones, que, a falta de cinturón, se ata con una humilde cuerda.

De izquierda a derecha: Jesús Lavi, Fernando Albizu, Jesús Díaz, Pepe Viyuela, Alberto Jiménez y el director Antonio Simón.

TEATRO BELLAS ARTES. DEL 21 DE NOVIEMBRE 2019 AL 5 DE ENERO 2020

 

 

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