Cada día es un árbol que cae, de Gabrielle Wittkop

Cada día es un árbol que cae

Gabrielle Wittkop

Traducción de Lydia Vázquez Jiménez

Editorial Cabaret Voltaire

Madrid 2021  183 páginas

 

MEMORIA DE LA EXTRANJERA

 

Por Iñigo Linaje

 

El título de algunos libros encierra toda una filosofía vital, una manera particular de ver y de entender el mundo. “Cada día es un árbol que cae” es una frase de evidentes connotaciones pesimistas, pero bien podría ser un verso proverbial, un hermoso título de resonancias poéticas o la voz que nos advierte del carácter irreversible del tiempo. Cada día es un árbol que cae es la letanía que se repite a lo largo de Cada día es un árbol que cae, el libro publicado por Gallimard en 2006 que acaba de editar ahora -traducido por Lydia Vázquez Jiménez- el sello Cabaret Voltaire.

“Mi infancia fue sombría y sin embargo singular y rica en sorpresas, pues siempre tuve el don de ver lo que se me quería ocultar”. He ahí una firme declaración de principios, una propensión a indagar -diría Alejandra Pizarnik- en el fondo de las cosas. La frase la escribe Gabrielle Wittkop (Nantes, 1920- Frankfurt, 2002) en esta suerte de diario memorial cuyas páginas son una celebración póstuma de los días. Podríamos decir: cada noche es un árbol que cae. O bien: “Digo adiós a los días nada más amanecer”. Alguien dice vulgarmente: “Mañana será otro día”. Gabrielle Wittkop diría: “Mañana será otra noche”.

Cuaderno de memorias fragmentarias, relato encendido de viajes y recuerdos, de amores masculinos y femeninos, de obsesiones y fantasmas, el libro de Wittkop está lleno de enlaces sentimentales que remiten directamente a su biografía. La voz de la escritora se bifurca aquí en dos voces: la suya misma y la de Hypolite, la protagonista. A su vez, ambos discursos se corresponden con los dos planos que el libro aborda: uno que consigna la cotidianidad del presente y la memoria, y otro que remite al universo escatológico y surreal de Lautreamont.

Hay una sensibilidad en Hypolite que la hermana al personaje principal de La náusea, no solo por el vacío existencial que su vida representa sino por la lucidez tenaz -o la maldición- de ver ese vacío en todos los paisajes, en todos los rostros, en todas las cosas del mundo. Las primeras páginas del libro esbozan el retrato interior de una mujer especial: una mujer a la que le gusta lo que no les gusta a otras mujeres: el silencio y los paseos en soledad. Sin embargo, a lo largo del relato hay pasajes que revelan lo contrario o, al menos, cierta compatibilidad con la vida: descripciones de amaneceres esplendentes, travesías por calles de mil ciudades, lentos atardeceres venecianos.

De hecho, los viajes y las estancias en Roma y Venecia (“único lugar donde se siente en su casa”), ocupan un apartado importante del libro y, por lo que intuimos al leer la solapa, en la vida de la autora. Una autora tachada de inmoral y poco conocida en España que se casó con un desertor alemán y se estableció para siempre en Frankfurt, ciudad donde se quitó la vida a los 82 años para evitar que un cáncer la matara.

Gabrielle Wittkop, narradora delicada y poderosa, mujer enigmática de voz descarnada, dejó abundantes notas de su sensibilidad poética en este libro desolador e irreverente: “Me siento más extranjera que un meteorito, solitaria y libre de todo conflicto, de toda culpabilidad, y perfectamente inadaptable a cualquier interpretación que quisiera darse de mi persona”. He ahí el autorretrato de una apátrida feliz. He aquí un endecasílabo que cifra este viaje por los rincones de la ausencia: cada día es una noche que nace.

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