‘No me invites a tu boda’, de Bruno Oro

REDACCIÓN.

Con momentos que te llevan a la carcajada, No me invites a tu boda está repleta de reflexiones que te congelarán la sonrisa. Como dicta la tradición, el protagonista es el encargado de pronunciar el discurso en la boda del amor de su vida, una historia que en muchos momentos pudo llegar a consolidarse, pero que se acabó truncando.

En ella, Mar se entrega a un joven triunfador e intrépido especulador de las nuevas tecnologías, obscenamente acaudalado y, para mayor colmo y gloria, bendecido con un charm irritante: culto, alegre, ocurrente, simpático y atento… ¡Hasta la suegra cae rendida a los pies de tan perfecto yerno! La boda se celebra en una isla virgen del archipiélago griego que el novio acaba de comprar. Los invitados llegan por aire en globo, los cócteles son del mejor barman de Nueva York, el convite lo ha preparado uno de los mejores cocineros del mundo, el servicio es atentísimo… Es el bodorrio perfecto, el matrimonio soñado. Menos para el extraño protagonista de esta historia, el mejor amigo de Mar, quien da con sus huesos en la isla visiblemente indispuesto y mareado no solo por ver cómo se casa Mar, sino por tener que pronunciar el discurso del padrino. «Hoy tengo que escoger. Tomar una decisión. Hacer algo para lo que no estoy preparado y de lo que siempre he huido. En el bolsillo izquierdo de mi lamentable americana llevo dos cartas. Solo leeré una. Todavía no sé cuál. Dos hojas iguales. Pero una es liviana como una pluma y la otra pesa como el plomo. Están escritas a mano, con mi letra de niño pequeño. Trato de relajarme, no pensar en mi lectura, en mi papel, mi rol de amigo íntimo excéntrico que va a leer el segundo después de la tarta y antes del baile.»

Se conocen desde adolescentes, han compartido la intimidad familiar, el descubrimiento del sexo, la libertad de los veranos en la pequeña isla donde vive él con su tía solterona. Y ahora, en el momento decisivo, casi a los cuarenta años, tiene que tomar una determinación: decirle a Mar que la ama y que la ha amado durante todos estos años. «Viento caliente de finales de junio. Soy un pez en un globo. Hoy se casa la mujer de mi vida. Trágame, mar.»

Bruno Oro nos sitúa en una boda perfecta a través de este protagonista tan imperfecto: es músico autodidacta, y a pesar de que ha tenido oportunidades, siempre ha sido suficientemente perezoso como para no conseguir el éxito. Vive en la incertidumbre, en un velero antiguo. «Rey de Saba, mi casa. Vivo en un barco, amarrado en el puerto de Barcelona. Dicho así suena romántico. Pero vivir en un barco, en mi caso, es más bien un estado mental. Es asumir una carencia afectiva. Huir del compromiso con un pie en la tierra y otro en el agua, siempre a la deriva. Vivo flotando, en un constante vaivén, anestesiado por el balanceo del barco. Me ha sido imposible vivir en una ciudad. Así que al final opté por vivir en el mar de una ciudad. De este modo tengo la pueril sensación de que cuando me dé la gana, puedo encender el motor y hacerme a la mar.»

En primera persona nos traslada desde el presente, la boda, al pasado, su niñez anárquica. «Yo no era el único niño huérfano no escolarizado de la isla. Había otros niños de padres hippies, pescadores o iluminados por el LSD que habían creado una pequeña familia y se ayudaban entre sí. El hijo de un pescador me enseñó a pescar, yo le enseñé a leer. La hija de unos biólogos me enseñó cosas de aves, yo le enseñé música. La hija de una escritora francesa me enseñó francés, yo le enseñé a no tener miedo de los perros y las avispas.» Un pasado marcado por la presencia de Mar: «Estas voces son un latigazo que me catapulta a esa suave época en la que Mar y yo éramos pura materia prima, sin complejos ni obligaciones, desnudos en las playas, montando en la burra de tía Miriam, persi­guiendo lagartijas, navegando, pescando, holgazaneando, inventando canciones malas, sin perseguir a nada ni a nadie. Los veranos en la isla de Tera con Mar, jugando a desearnos sin que se nos notara, a hacernos desear de la manera más sutil y misteriosa, jugando a ser amigos cuando en realidad los dos sabíamos, o aún mejor intuíamos, que no había que hablar de eso, para qué hablar de lo que no se puede descri­bir, de lo que se nos escapa.»

Y a medida que conocemos su pasado conjunto, descubrimos que esta boda quizás no es tan perfecta como parece. Porque el autor aprovecha esta reunión multitudinaria en la isla griega para hacer un repaso ácido y divertido de la sociedad actual, con personajes estereotipados y fáciles de reconocer, y situaciones hilarantes, producto de nuestra pasión actual por la imagen –la propia y la de los otros–, la tecnología, las apariencias y la banalidad. «Bomba y yo hemos conocido ya a varios individuos interesantes, sobre todo de la parte del novio. A veces, la gente superficial resulta fascinante. Hablo de la gente verdaderamente superficial, como la pareja Insta Lovers, que tras encontrar cobertura cerca de los baños, nos han dicho felices: “Donde hay wifi, hay amor”.»

No me invites a tu boda es también un repaso a los referentes musicales de Bruno Oro, desde «Cold Little» de Kiwanuka, «esta guitarra distorsionada, lejana, desgarradora, el contraste de sol y hielo, los coros de mujer…», hasta David Bowie, pasando por Lou Reed, Jagger, Hendrix, Bill Evans, Red Garland. También la música clásica con la Variaciones Goldberg de Bach, «la segunda versión de Gould, más sosegada, más reflexiva» o el jazz de Thelonious Monk, que aparece de la mano del hermano ciego de Mar, pianista de renombre internacional y un maestro del cinismo.

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