Los campos magnéticos: por una deseducación de los sentidos

JOSÉ DE MARÍA ROMERO BAREA.

El pandémico flujo de estadísticas nos acostumbra a separar lo necesario de lo ocasional, discrimina lo original de lo predecible. Al igual que este libro de poemas, escrito hace ciento dos años, nos conmina a atravesar lo accidental para acceder a lo esencial: “En otro tiempo” evoca la composición “El espejo sin azogue”, “amábamos los soles de fin de año, las llanuras estrechas donde nuestras miradas corrían como los ríos impetuosos de nuestra infancia. Ahora ya solo quedan reflejos en esos bosques repoblados de animales absurdos, de plantas conocidas”.

“Eclipses” nos invita a superar el individual desvarío para acceder a una ecuánime universalidad. Contra las perecederas certezas, “una sucesión perpetua: la circulación entrecortada de auroras y el circuito sensacional de lentos rubores”. Una emblemática eternidad nos insta a encontrar belleza en las espantosas circunstancias. Irracional, el enfoque de los escritores franceses André Breton (1896 – 1966) y Philippe Soupault (1897 – 1990) reside en la radical fisicalidad de  una fantasía más allá de la perplejidad donde “cada pasaje es saludado por la partida de los pájaros más grandes” (“En ochenta días”).

Resuenan los versos de Los campos magnéticos (1919; WunderKammer, 2021) en la ubicación ausente de nuestra época reticente a tocar: “Ningún ruido saldrá de nuestros labios”, promete “Barreras”, “Va más rápido que las palabras más breves. Sé que detrás de nosotros solo se puede palidecer de espanto”. Una aleatoria imaginación transforma lemas moribundos en consignas vivas. En su conmemoración enajenada de la racionalidad, se aúna la animal necesidad de contacto con el deseo transcendental de huida (“En cada página encontraréis esta simple palabra: Adiós”).

“Cortina” no niega los anhelos, los redime en visiones, “estremecimientos al volver de noche/ Dos cabezas como platos de una balanza”. La impermanencia reside en la capacidad de restaurar. Su luminosidad recuerda lo perjudicial del hermetismo que pasa sin rozar la tradición inerte: “Una esfera lo destruye todo” (“Las máscaras y el calor coloreado”). En el texto inédito hasta la fecha “El mensaje automático”, Breton nos emplaza a encontrar significado no en la naturaleza o el mito sino en el enfermo mundo exterior, donde “la tachadura odiosa aflige una y otra vez a la página escrita, del mismo modo que elimina la vida con un trazo de óxido”.

Como por arte de magia, mezclas de ciencia ficción, fantasía y terror, “desfallecimientos (…) estancamientos (…) esfuerzos de simulación”, excavaciones arqueológicas en lo extravagante, contra lo convencional: aboga por traspasar los límites de la búsqueda, los reconocimientos de la ausencia. “Queda por lograr el “desarreglo” de los sentidos”, concluye el autor de Nadja (1928), “de todos los sentidos, o lo que es lo mismo, queda por lograr la educación (casi la deseducación) de todos los sentidos”.

Subversivo, el resultado final trasciende el encierro: frente a las fronteras, el constructo alucinado, la lírica más allá, cuyas asociaciones resuenan hoy más verdaderas que entonces en el contexto de la desolación, en el contemporáneo desenfreno. El hedonismo informa estas consideraciones a favor del olvido, que abogan por el derecho a desaparecer. Elocuente, la traducción al castellano de Julio Monteverde (Cartagena, 1973) aborda estos recuentos omnicomprensivos del impulso.

Ciento dos años después, persiste la memoria en su inmortalidad no deseada, automática la escritura, “el registro por escrito del murmullo”, según el integrante del Grupo surrealista de Madrid, en el prefacio, “un dictado que tiene lugar en nuestro interior, y que, para ser auténtico, debe desprenderse de cualquier consideración acerca de su sentido y su valor”. Se recupera una heterogénea deriva, “su sentido aparentemente arbitrario sería el reflejo de esa coherencia interna, la cual (…) no es racional, sino analógica”. Distinguida por el uso del imperativo, “una guía de entrada a los dominios de lo instantáneo”.

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