‘Ferdydurke’, de Witold Gombrowicz

ANDRÉS G. MUGLIA.

Hagamos un ejercicio contrafáctico, un juego. Imaginemos que James Joyce se hubiese visto obligado por azares del destino o la guerra a permanecer en un país sudamericano durante años. Entabla relaciones con literatos de este país, aunque apenas habla su idioma. Por entretenerse, un día lleva a una de sus reuniones su Finnegans Wake, y con ayuda de sus nuevos amigos, comienza la ardua (quizás imposible) tarea de una traducción comunitaria. Cada línea, cada expresión, cada neologismo es discutido y transcripto puntualmente al idioma de los anfitriones, a pesar de las dificultades casi insalvables de la tarea. El resultado sería, al día de hoy, contar con una traducción al castellano aceptada por todos (lectores, traductores y el propio autor), lo que, desgraciadamente, todavía no ocurre con el Finnegans Wake.

Más allá de este juego de la imaginación, esto mismo ocurrió en la vida real, solo hay que cambiar algunos nombres. El país es Argentina, el literato alojado obligadamente, ya que Hitler había invadido su país, es el polaco Witold Gombrowicz, y el libro a traducir es Ferdydurke. Extraordinaria y estrambótica ¿novela? que el escritor había publicado en 1937 en su país natal, con casi nula repercusión de la crítica, que cuando le prestó atención fue para calificarlo de delirio.

Gombrowicz llegaba todas las noches al café Rex de Buenos Aires, con una parte del manuscrito original de Ferdydurke, y con sus amigos literatos argentinos emprendía la bizarra tarea de traducción, sin tener siquiera un diccionario polaco-español, con las deficientes nociones que Gombrowicz tenía del castellano y, presumiblemente, con el apoyo de varias botellas de ginebra, bebida vernácula que el polaco descubrió al llegar a las costas rioplatenses; parecida al Gin pero con un jab de izquierda más rápido y un uppercut demoledor.

De resultas de estas veladas que cualquiera puede imaginar divertidas y dignas de presenciarse, surge la traducción al español de Ferdydurke, de la que el propio Gombrowicz estaba orgulloso, apuntando en el epílogo del libro:

¡Me alegro que Ferdydurke haya nacido en castellano de tal modo, y no en los tristes talleres del comercio libresco!

Es difícil dilucidar cuál hubiese sido el resultado si Ferdydurke hubiera tenido una traducción tradicional, pero podemos intuir que el destino que le imaginó su autor en el idioma español ha de ser el mejor; a juzgar por la fuerza delirante de esta, como la calificó con intensión entrañable Ernesto Sábato en su prólogo de 1964, “payasada metafísica”.

Ferdydurke es la historia de Pepe Kowalski, un joven de treinta años que comienza reflexionando sobre sus dificultades para percibirse como un hombre maduro. La visita de su tío Pimko, un director de escuela, lo arranca de sus tribulaciones de un modo inesperado; porque ante la encrucijada que se plantea Kowalski acerca de su inmadurez, su tío decide llevarlo a la escuela para convertirlo en un niño, es decir, inclinar la balanza del lado más inesperado del argumento. Lo achica (metafórica y concretamente) para llevar a cabo su cometido. A partir de allí la trama se disloca tanto como la prosa de Gombrowicz, que es de una originalidad que deja perplejo al lector más experimentado.

Dicho está por él mismo, que el problema de la forma era uno de los principales que desvelaban al escritor polaco. En Ferdydurke se advierte esa permanente lucha del autor por empujar los límites de lo inteligible. Se ha dicho que Gombrowicz anticipa ciertos rasgos del existencialismo. Sin embargo, si el de Gombrowicz es alguna clase de existencialismo, no es desde luego el sombrío de Sartre o de Camus. Ferdydurke es un festival de humoradas, de encuentros y desencuentros desopilantes, y, sobre todo, es una fiesta experimental del lenguaje. Y cuando los conceptos y las palabras que ya existen no alcanzan, el autor inventa los propios, consistentemente tan delirantes como sus personajes y escenas.

Tenemos por ejemplo el cuculeíto, el cuculato, el cuculeco o cuculetillo; todo referido al culo que es donde oscuramente reside en el confuso universo de Ferdydurke la inocencia y la juventud. Pimko sueña (¿pedófilamente?) y masculla entre sueños evocando cuculitillos, mientras los jóvenes juegan despreocupadamente en el jardín del colegio. Gombrowicz reconvierte y utiliza cientos de veces este neologismo a lo largo de la novela, es a la vez sustantivo, verbo o adjetivo; y hasta puede ser el sol ardiente que pende en el cielo un gran cuculeíto quemante. Pero todo el cuerpo es importante en Fedydurke, el culo, los muslos y especialmente la cara o facha. Hay incluso un duelo de fachas en un aula de la escuela, dos alumnos se desafían a quién hace la mueca más espeluznante y las páginas que Gombrowicz demora en la descripción de este desafío son de las más desopilantes de todo el libro. Rozando el dadaísmo, el duelo se convierte en una verdadera batalla que idiotiza y desnaturaliza las fachas, hasta que el perdedor abandona irremisiblemente su humanidad, que nunca recuperará.

Este tipo de situaciones  son las que presenta una y otra vez Ferdydurke. Pero en lugar de quedarse en una humorada o en un texto satírico sin más, Gombrowicz introduce promediando el libro un capítulo que, sin venir a cuento de nada y con el enigmático título de “Prefacio al Filifor forrado de niño” da rienda suelta a un texto en otro registro completamente diferente. Nuevo asombro y perplejidad de los lectores. El capítulo es un ensayo en toda regla acerca de los pensamientos del autor acerca del mundo del Arte, los condicionantes sociales que lo influyen y la función de la crítica. Desafiante y con toda seriedad Gombrowicz arroja su guante al rostro del establishment:

“Ante todo romped de una vez con esta palabra: arte, y también con esta otra: artista… ¿No será cierto que cada uno es un artista? …más conveniente sería decir con sencillez: yo, quizás, me ocupo del arte un poco más que otras personas”.

¡Qué manera de patear el pedestal del genio al que muchos artistas: pintores, literatos o actores, quieren subirse y al que llaman éxito!  No en vano Gombrowicz nunca gozó del favor de los que sí estaban sobre ese pedestal en este, su país adoptivo. Si atendemos a las leyendas, Gombrowicz respondía, cuando le preguntaban cómo podría llegar a su madurez la literatura argentina: “¡Maten a Borges!”. Lo que Gombrowicz concibe como artista es algo como:

“Si, pues, él quisiese agarrar la pluma, ya no lo haría con el fin de convertirse en Gran Escritor y crear Arte; sino para -digamos- expresar su propia personalidad y explicarse a otras personas; o para organizarse y arreglarse interiormente, curando por medio de la confesión algunos complejos suyos e inmadureces; y también quizás a fin de agudizar y profundizar el contacto con los demás hombres haciéndolo más íntimo y creador, lo que puede ser de gran provecho para el alma y su desarrollo…”.

Cuando, en este caso un escritor, pero se podría tratar de un hombre o mujer con cualquier profesión u oficio, llega a este nivel de reflexión acerca de su propia tarea y de, además, las implicancias y el impacto de ese trabajo en su interioridad y también en aquellos a los que llegará su obra; que puede ser de “gran provecho para el alma y su desarrollo”, uno no puede menos que sumirse en el silencio y pensar qué pasaría si cada uno de nosotros tuviera ese grado de compromiso y de profunda reflexión acerca de la trascendencia de lo que hace cada día. Gombrowicz se daba ese espacio, incluso en medio del insólito Ferdydurke que, no obstante, reanuda después de este capítulo su delicioso festival.

Pepe, que no puede convencer a nadie de que no es un niño, lo que sería muy del tono kafkiano sino fuera porque es tan gracioso, es confiado a una familia para que lo cuide. Allí conocerá a Zutka Juventona, una colegiala cuya principal virtud es la de ser absolutamente “moderna”. Kowalsky se ve contra su voluntad atraído por la pérfida colegiala y comprende que aquello no es una estratagema de Pimko para que se enamore de ella y “servirse de la colegiala para definitivamente encerrarme en la juventud”. Argumentos como este son muy del tono de Ferdydurke, y, lo peor (o lo mejor, según cómo se mire) el lector los empieza a comprender, a entrar es su código dislocado, a “bienvenirlos” y disfrutarlos.

Ferdydurke es la obra fundamental de este genial polaco que se reconocía un poco argentino (vivió 24 años en nuestro país), y que no fue lo suficientemente “amigo” de los “amigos” que tenían que ser sus “amigos”, como para ganar uno de los cuatro premios Nobel para los que fue nominado. El precio, quizás, de no querer subirse al pedestal del éxito por el lado que todos suben.

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