‘Open’, de Andre Agassi y J. R. Moehringer

ANDRÉS G. MUGLIA.

Hace pocas semanas un documental provocó revuelo en Argentina. Su protagonista, Guillermo Pérez Roldán, tenista que supo estar en el número 13 del ranking de la ATP, narraba la historia de maltratos que sufrió de parte de su padre, quien también fue su entrenador durante toda su carrera. Además de la disciplina prusiana impuesta desde muy pequeño, las sesiones de entrenamiento agotadoras, la presión permanente por triunfar, Pérez Roldán padeció la violencia psicológica y física de este padre-entrenador que lo único que quería era verlo en lo más alto y, por supuesto, “administrar’ lo ganado por Guillermo. ¿Por qué, tras tantos años fuera del foco de la opinión pública, Pérez Roldán contó su historia? Para, entre otras cosas, que otros niños y jóvenes no sufrieran como sufrió él, a manos de quienes se aprovechan de sus destrezas precoces y los explotan.

Existen muchos ejemplos como el de Pérez Roldán en el deporte, pero también en la danza, la actuación y otras disciplinas que comienzan tempranamente. Niños y jóvenes atormentados por padres inescrupulosos o llenos de frustraciones, que los presionan para triunfar; viviendo ellos también un poco de esa gloria, y en no pocos casos, gastando un dinero que no les pertenece.

Todo este preámbulo es para dar contexto al comentario sobre el libro Open, donde el famoso tenista Andre Agassi, con la ayuda del premio Pulitzer J. R. Moehringer, cuenta sus memorias. Agassi es (o era, hasta la fecha de publicación de esta biografía) el quinto mejor tenista de todos los tiempos, con ocho campeonatos de Grand Slam ganados; lo que se dice un triunfador. No obstante, desde el inicio del libro una frase insólita aparece una y otra vez en boca del protagonista: “odio el tenis”.

Y Agassi odiaba el tenis con todas sus fuerzas y durante toda su extensa carrera (fue el tenista de su generación que más tarde se retiró con 36 años) porque su padre, un exboxeador olímpico de origen iraní, se lo impuso desde la niñez. Emmanuel Agassi era un hombre violento, al que Andre vio desde muy pequeño trenzarse a golpes en las calles o amenazar a otros conductores, en peleas de tránsito, con una pistola. Obsesionado con el tenis, papá Agassi, que trabajaba en los casinos de Las Vegas y como extra encordaba raquetas para celebridades cómo Jimmy Connors, decidió que uno de sus hijos llegaría a número uno del mundo. Aunque presionó al hermano y hermana de Andre hasta minar su confianza en sí mismos, no consiguió lo que quería. Pero llegó el más pequeño de los Agassi a cumplir su sueño (no el de André, claramente). Para alivio del padre Andre tenía talento, y mucho.

Para garantizar que ese talento diera frutos, Agassi padre mudó a su familia a una casa que tuviera el terreno suficiente como para construir una cancha de tenis. La enclenque economía familiar alcanzó para comprar una hogar en las afueras de Las Vegas (muy en las afueras) es decir, en el desierto. Allí y con la ayuda de algunos vagos y borrachos a los que pagaba con combos de Mcdonalds, Emmanuel consiguió, sin ningún conocimiento previo, construir su cancha de tenis; según comenta Andre, con la única fuerza de su furia. Después, modificó una máquina lanzapelotas a la que llamó “el dragón”, y obligó al pequeño Andre (no es una metáfora, estamos hablando de un niño de cinco años) a devolverle al dragón 2.500 pelotas por día. Sí, leyó bien, no hay ceros de más, 2.500 por día. Un niño. Todos los días. El pequeño Andre vivía aterrorizado por esa máquina diabólica que parecía hecha expresamente para torturarlo. Para su desgracia, era un genio devolviendo todas las pelotas que la máquina era capaz de arrojarle y ya como profesional era famoso, sobre todo, por la manera de contragolpear los saques de sus rivales.

Desde ese temprano despertar de su formación como jugador, a merced de este padre que bordeaba la psicosis, la carrera de Andre fue un calvario donde se sintió dividido permanentemente y, sobre todo, en busca del verdadero Andre que nunca llegaba a conocer. Open narra este crecimiento y búsqueda, desde niño, pasando por el adolescente que fue enviado a una academia de tenis en Florida, especie de campamento militar para tenistas, hasta ya adulto; cuando su imagen de chico rebelde le valió la notoriedad casi tanto como su juego.

Es evidente que Moheringer, quien no aparece como autor en la tapa del libro pero a quien Agassi da el crédito que se merece en los agradecimientos, fue capaz de extraer de las muchas horas de charlas con Andre toda la angustia, las contradicciones, la soledad, los excesos; pero también la sensibilidad y la búsqueda permanente de este niño obligado a crecer de golpe y a esforzarse en hacer algo que odia, sencillamente porque no le dieron la oportunidad de elegir otra cosa. También se refleja de una manera fascinante el ambiente del tenis, un deporte de alta competencia pero también un mundo en si mismo, con determinados protocolos y etiquetas a los que Agassi no respondía del todo bien.

La llegada de Gil, un preparador físico dieciocho años mayor que Andre, cubrirá esa imagen paterna que tanto buscaba este tenista aparentemente arrogante pero con tantas carencias afectivas, al que solo su hermano Phil o su amigo Perry, que pronto formaron parte de su “equipo”, podían apuntalar para que lo diera todo en el tenis.

Hay una magia oculta en los libros que uno no puede parar de leer. Yo admiro esa magia. A veces ese impulso no tiene que ver con la calidad literaria, pero este no es el caso. Moheringer es un gran escritor, con una prosa contemporánea, rápida, que no condesciende a poner un solo guión de diálogo aunque el libro rebalse de diálogos, y sin embargo el texto avanza a la misma velocidad que Agassi ganaba campeonatos. Y también los perdía, y se caía del top ten. Luego de eso se reinventó después de ganar sus tres primeros Grand Slam, y cuando ya nadie daba nada por este joven torturado que jugaba al tenis con una peluca porque sentía complejos a causa de su calvicie (!), ganó otros cinco Grand Slam contra todo pronóstico.

Un libro fascinante. Que nos hace indignarnos ante las presiones a los que se somete a los niños-talentos, interesarnos por los vaivenes del deportista profesional  (también los chismorreos de su vida personal) y los detalles del mundo del tenis; reírnos con algunas infidencias de ese mismo mundo y otros que la fama le abrió a Agassi, y llorar (porque también se llora en ciertos pasajes) pero sin golpes bajos. Hasta para el amor hay lugar cuando aparece en su vida la leyenda del tenis mundial, Steffie Graf, para acomodar tanto sentimiento adentro del pobre Andre. Si un libro tiene todo eso y además tira de uno (como el triunfo tiraba de André al final de los partidos) y obliga a terminarlo en pocos días, con urgencia, robándole tiempo al tiempo, entonces, con sus virtudes y defectos, tiene que ser un gran libro, y este lo es.

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