“Piedra negra, piedra blanca”, de Raúl Nieto de la Torre

Foto: Melissa Dillon

Por César Rodríguez de Sepúlveda.

Una antigua tradición de origen grecolatino insta a marcar en el calendario con piedras blancas los días afortunados y con piedras negras los aciagos. Una dimensión simbólica similar se encuentra en el famoso poema de Vallejo «Piedra negra sobre una piedra blanca», en que la piedra negra representa el fatalismo de la futura muerte ya intuida («Me moriré en París con aguacero…»).

No operan lo blanco y lo negro con esas mismas valencias en el poemario Piedra negra, piedra blanca de Raúl Nieto de la Torre. Dice Juan-Eduardo Cirlot en su Diccionario de símbolos: «La piedra es un símbolo del ser, de la cohesión y la conformidad consigo mismo»; y, más adelante, la identifica como «la primera solidificación del ritmo creador, la escultura del movimiento esencial». La piedra del escultor Nieto de la Torre es el material anímico, metafísico, verbal del que están hechos el yo y el universo. Y esa materia, esa piedra, es, por naturaleza dual, yin y yang; no importan aquí las connotaciones, positivas o negativas asociadas al blanco y al negro, sino la relación entre ambos, que puede ser unas veces de enfrentamiento y otras de colaboración, para ir construyendo, para dar vida a ese ritmo creador del que nos habla Cirlot.

Todos los poemas están construidos con piedras negras y piedras blancas: los fragmentos en letra redonda son replicados por otros fragmentos en cursiva. Es este un procedimiento formal presente a través de todo el poemario, aunque la proporción de los dos elementos constructivos varía grandemente, desde aquellos poemas, de construcción simétrica, en que hay un equilibrio total, o casi, y aquellos en que la voz replicante apenas se deja oír (pero una sola gota en la mezcla puede precipitar la reacción y agitar las aguas aparentemente tranquilas del poema).

He apreciado una constante en la obra de Raúl Nieto de la Torre (hablo de los dos únicos libros suyos previos que yo conozco, Leopardo (2017) y El retrato del uranio (2020), aunque tengo la sospecha de que la cosa viene de bastante más atrás): la poesía se nos muestra principalmente como un ejercicio de exploración en tres dimensiones: el yo, el mundo y el lenguaje (que no son, ya lo sabemos, ni pueden serlo, compartimentos estancos). Para explorar / construir estas tres dimensiones es para lo que las piedras negras y blancas le van a resultar indispensables al poeta.

La voz principal (en redonda) y la voz alternativa (en cursiva) remiten a diferentes instancias del yo. A veces, como en el poema «Llamada», la distancia entre una y otra es temporal: el yo del pasado es contactado, misteriosamente, por el yo del presente. En «Perdóname», en cambio, el otro yo con que pasajeramente coincide, mirando llover, es alguien que hubiera podido existir, pero no existió nunca, un yo que procede de «otra vida, / ni mejor ni peor / [que] transcurre paralela, agazapada, oscura». En otras ocasiones, como en el magnífico poema «Hablas para ella», lo que se produce es una suerte de doble perspectiva sobre un acontecimiento externo, una discusión con otro personaje, tal vez una ruptura amorosa. Es interesante observar cómo las dos voces, las dos piedras, que integran el yo y construyen los poemas, solo en ocasiones dialogan entre sí (por ejemplo, en el antes citado «Llamada» y en «Juventud»); otras veces las voces no se contestan la una a la otra, no hay un verdadero diálogo, sino que la segunda es más bien un eco de la voz principal.

Si la autoindagación del poeta resulta en una escisión del yo, se produce el efecto contrario en lo que se refiere a la relación entre el yo y el mundo. Aquí se tiende a unificar ambas instancias, por medio de la mirada. Lo contemplado y el contemplador se vuelven uno. En «Descubrimiento de la lluvia», ya en la sección final de las cinco que componen el poemario, se nos dice: «La lluvia llama lluvia / a esos dos ojos / porque no está segura de si existe / sin ellos». Es la mirada la que sostiene la realidad: «No / entendáis que se queda porque quiere / sino por el conjuro de mirarlo» («Conjuro»). El poema «Nieve» habla también de esta unión estrecha entre la mirada y la realidad. ¿Tal vez aquí la nieve, que «necesita morir / para ver» sea una metáfora de la página en blanco?

Bellísimo es el poema «Los ojos de mi hijo», en que tal relación entre lo visible y los ojos se ha exacerbado aún más: el mundo es «como un animalillo» que ha escogido los ojos del hijo para pacer en ellos. El mundo que se alimenta y se refuerza siendo visto por la mirada ávida del niño. A menudo es mirar la lluvia lo que hace desaparecer la distancia entre quien mira y lo mirado, al mismo tiempo que permite también, como vimos en «Perdóname», hablar de otra realidad invisible. Es este otro tema habitual en Nieto de la Torre, el de la presencia misteriosa de lo invisible, de una realidad alternativa sin existencia fáctica y, sin embargo, viva, resonante. Uno de los poemas en que con más fuerza se deja sentir es el titulado, precisamente, «La invisible»: «Es la séptima cuerda / de la guitarra, / la quinta del violín, / la tercera vocal, la que puede salvar / de caer al suicida. / Vibra solo una vez / y tú no eliges cuándo». Un símbolo querido y varias veces utilizado por el poeta es el de la cuerda que une ambas realidades («Cuerda»).

Hay una dualidad también en el ámbito de lo metapoético (son muchos los poemas de Nieto de la Torre que poetizan sobre la propia poesía): aquí la piedra blanca y la piedra negra son la palabra y el silencio (o viceversa), complementarios, interdependientes, indispensables el uno para el otro. La palabra, como la mirada, tiene una dimensión mágica: permite crear, permite transformarse: «cuando digo un poema soy poema» («Quien lo dice lo es»), e incluso se postula como un intento de salvar al mundo de la desaparición («Dar nombre al perro»), aunque no lo logre («Imaginación»). La palabra puede ser pobre e impotente frente al misterio de la muerte («Decir que alguien ha muerto»), pero, concluye el poeta, con resignado pesimismo: «Peor es no decirlo».

En «Posesión» vemos cómo llega la poesía, huésped inesperado y vitalicio, que brota del cuerpo como algo orgánico, como alas («Dos poemas»), que siguen creciendo después de la muerte («Poemas, alas, uñas; todo / lo que crece después de muerto»). En la misma experiencia interior de la poesía insiste «Palabras dentro».

Toda palabra, por otro lado, tiene su reverso invisible, lo inefable (otro de los grandes temas de Nieto de la Torre), lo que no conseguimos expresar y sentimos sin embargo cercano, íntimo, lo que se nos queda en la punta de la lengua («Aquí»). El lenguaje es es el espacio en el que yo se afirma («Lo que no he escrito no lo sé»), pero también en el que se desvanece («No, nunca, nadie, nada»). La palabra no puede renunciar a su gemelo oscuro, el silencio («El silencio conoce»): la poesía debe intentar dar nombre al ser y al no-ser (excelente el poema «Sueño», donde se nombran las cosas por «el deseo / de las cosas»: el agua se llama sed, la comida hambre y el amor soledad. Un verdadero lenguaje poético ha de tener en cuenta esta dimensión invisible. Lo inefable es parte irrenunciable de la poesía, es un límite al que tender aunque su conquista sea imposible, y aunque la paradoja y la antítesis de los místicos no sean más que atisbos de su inmensidad («En lo oscuro se llena el vaso»). La poesía, mensaje arrojado al albur de las olas, es extraordinariamente frágil, una apuesta basada en datos falsos cuya meta es lo sabemos el olvido («Información errónea»).

La dualidad, este continuo ajedrezado de piedras negras y blancas que dan forma al libro, al poeta y al lector, se materializa en ocasiones en momentos de revelación, de epifanía. Uno de los más característicos es el del poema inicial, «Perdóname», en el que la contemplación sosegada de la lluvia propicia el encuentro con el otro yo. Pero hay otros poemas inolvidables, que tienden puentes entre el poeta y su hijo (uno de los mejores del libro: «El animal que habita en las preguntas») o a través del tiempo («Patio»). Lo inefable subyace en lo cotidiano. Un poema estremecedor, «Mala idea», ahonda, a partir de una escena probablemente real (que, si no me equivoco, está reflejada también en el libro anterior del poeta) en la intuición de lo terrible, en compañía del hijo: con qué sutileza está tratada la emoción en esta pieza maestra.

Con sus piedras negras y sus piedras blancas, el libro se va haciendo y deshaciendo ante el lector, con el lector. Entra el lector con facilidad en este ritmo sincopado de los versos-piedras cortados en pico, con encabalgamientos abruptos que siegan la frase y a veces incluso la palabra, y que contribuyen a darle al poemario el tono reflexivo que le es propio: es un libro en el que a la vez se construye y se piensa. Formalmente hay una cierta tendencia a la simetría, un uso reiterado del paralelismo y la anáfora que se compadece muy bien con su arquitectura entreverada de piedras negras y blancas; también hay un soneto muy bien oculto en ese muro blanquinegro, una pequeña maravilla titulada «Subir».

Un libro fundamental, extraordinario, de una arquitectura formal compleja pero incitante, que continuamente espolea al lector a participar en lo leído, a mirarse a sí mismo del mismo modo que lo hace el poeta en este magnífico autorretrato en blanco y negro.

Piedra negra, piedra blanca

Raúl Nieto de la Torre

Huerga y Fierro Editores, 2022

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *