La belleza y el dolor (2022), de Laura Poitras – Crítica

Por Rubén Téllez.

Mortal y rosa: el lirismo dentro del horror.

Unos acontecimientos que se agolpan sobre la piel de la protagonista de forma tan violenta como sensible, provocándole una serie de emociones cuya verdadera envergadura sólo puede apreciar con el paso del tiempo, cuando ya han aparecido las primeras arrugas en su cuerpo y la pausa y el sosiego le aportan un punto de vista completamente nuevo desde el que observar sus vivencias, eso es lo que filma Laura Poitras en La belleza y el dolor, cinta con la que obtuvo el León de Oro a Mejor Película en el pasado Festival de Venecia, además de una nominación al Oscar a Mejor Documental.

Dividida en capítulos, la cinta tiene como protagonista a la fotógrafa y artista visual Nan Goldin. La directora construye el relato sobre dos líneas temporales y narrativas distintas. En la primera, narra la infancia de Goldin, alumbrada por las sombras de una hermana terremoto; su adolescencia marcada por la rebeldía, el miedo y la represión; su primera juventud, disfrutada junto a un grupo de amigos que le arropan y le dan la seguridad y el cariño que necesita; y su madurez, momento en el que se convierte, gracias a las revolucionarias fotografías en las que retrata su vida (cotidiana, sexual, laboral) y la de su círculo más cercano, en una reputada artista internacional, en una estrella de la contracultura estadounidense. La segunda línea muestra a la fotógrafa en su lucha por desenmascarar a los Sackler, la dinastía farmacéutica que provocó la crisis de los opiáceos en EE. UU.

“El niño en la prisión blanca de la clínica, en manos del dolor, manipulado, pinchado, dolorido, el niño entre los niños que sufren. Han entrado en la vida por el túnel amarillo de la enfermedad. El niño, mi niño, está ahí, sufriente, enfrentado a un miedo, a una magnitud superior, y lo llevan en alas blancas y sucias, lo traen en camas duras y sonoras”. En este fragmento de Mortal y rosa, en el que Francisco Umbral describe el desasosiego que siente al acompañar, desde la distancia de la salud, a su hijo de seis años en la enfermedad, se puede apreciar claramente una hermosura y un lirismo arrebatado que le ayudan a sobrellevar el horror. Algo parecido sucede en La belleza y el dolor.

Laura Poitras convierte la pantalla en un lienzo por el que desfilan todas aquellas vidas que fueron silenciadas y reprimidas por eso que se tiende a llamar “sueño americano”, o, dicho de otra forma, la cámara se detiene sobre los cuerpos de todas esas personas que fueron condenados al ostracismo por una sociedad cerrada e hipócrita con la intención de reivindicarlos. La idea es adentrarse en los claroscuros de una existencia torturada y libre para, de su mano, recorrer los grandes movimientos contraculturales y sociales que sacudieron el país de las oportunidades en los setenta y los ochenta, que rompieron con muchos de los estigmas que asfixiaban a todos aquellos que se salían mínimamente de la norma, que rasgaron las costuras de un país machista, racista y homófobo.

Las condiciones de vida precarias, la drogadicción y el sida son algunos de los cañonazos que terminaron de convertir el día a día de Goldin y compañía en un verdadero campo de batalla. El gran acierto de la película es apreciar las escenas de hermosura, pintar los momentos de alegría, inmortalizar las fiestas y la esperanza, la música y la luz, fotografiar, a fin de cuentas, las llamas de vivacidad que impulsaron a esas personas a seguir luchando por sus derechos a pesar de las múltiples dificultades. Y es precisamente ese espíritu de lucha el que evita que Goldin se rinda en su contienda contra la familia Sackler, el que le lleva a denunciar a una empresa que se hizo rica a base de comercializar unos medicamentos que sabían que eran altamente adictivos. El famoso “detrás de toda gran fortuna hay un delito escondido” de Balzac viene como anillo al dedo. El hecho de que más de medio millón de personas hayan fallecido por culpa de dicho medicamento, sumado a que el número de víctimas aumenta con cada día que pasa, demuestra que, a pesar de los avances logrados, todavía queda mucho camino por recorrer.

La narración en off de Goldin, sus fotografías y sus películas experimentales evocan las heridas del pasado, tanto las que están cerradas como las que no, e impulsan a seguir peleando por una sociedad más justa; narran unos acontecimientos cuya envergadura sólo puede apreciarse a través del paso del tiempo, de la memoria y los convierten en un refugio tangible en el que resguardarse; potencian la belleza de la existencia para incitar a vivir a pesar de las alas blancas y sucias, de las camas duras y sonoras. Porque hasta en el horror más profundo, dicen Poitras y Goldin, se puede encontrar algo de lirismo. La belleza en el dolor. Mortal y rosa.

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