La independencia por encima de todo

 

Ricardo Álamo.- Cuando Borges aún no era Borges, es decir, cuando rondaba los veinte años y tonteaba con las patochadas del ultraísmo escribiendo poemas incomprensibles que le jaleaban sus amigos vanguardistas, a la cabeza de los cuales estaba su maestro Rafael Cansinos Assens, envió desde Buenos Aires una reseña sobre el libro Die Aktions- Lyrik (1914-1916), que se publicó en el número 16 de la revista Vltra (Madrid, 20 de octubre de 1921). El libro lo eslabonaban «unos cincuenta poemas, conscientemente duros y dolorosos, forjados por Wilhelm Klemm, Ludwig Baümer, Alfred Vagts, Julius Talbot Keller y otros poetas, en la nadería y el fatalismo de las trincheras, en Polonia, en Rusia y en Francia». Dejando al margen que para Borges el libro tenía un carácter de cosa desigual y fragmentaria, aunque valoraba como cualidad notable del mismo que en sus páginas campeara «un gran calor de corazón» (sic), lo que por entonces le llamó poderosamente la atención al joven escritor argentino fue que la Primera Guerra Mundial, como tema principal de esos poemas, se prestara a la expresión de muchas sensaciones subjetivas, sin que los poetas se preocuparan de describir objetivamente los hechos que dieron lugar a sus composiciones. En otras palabras, lo que Borges quiso poner de manifiesto en su reseña no era otra cosa que la impugnación definitiva del esquema objetividad/subjetividad entendido como una incompatible antítesis de contrarios. Él mismo puso un ejemplo clarificador para que se comprendiera que cualquier acontecimiento de la realidad admite tanto su exégesis objetiva como su explicación subjetiva: «Cuando Pedro Garfias afirma: El mar es una estrella de mil puntas, y Rodríguez Navas, en cambio, lo define como el conjunto de aguas que rodean la Tierra, ambos tienen razón, si bien el primero busca una finalidad estética y el segundo una fórmula, basándose en la cual pueden sacarse determinadas consecuencias físicas o geográficas. Y que no me vengan a decirme que aquello de subrayar la verdad sensualista de las cosas más que las otras verdades es un prejuicio eterno. Los griegos visualizaban, verbigracia, la Historia como una bella narración o como una herramienta de moral, sin preocuparse mayormente de la verdad —supuesta— objetiva». Tengo para mí que por esas fechas Borges aún no debía de haber leído lo suficientemente a Nietzsche, que ya había expuesto que «el modo de expresión fundamental de la voluntad de poder que subyace a la forma diversa de los discursos significantes» es una voluntad que «deviene interpretante de manera constante e infinita». Una voluntad, por tanto, en la que caben el discurso cientificista y el literario, el realista y el surrealista, el físico y el metafísico o, en última instancia, el que se quiere impersonal y el que se inclina por lo estético.

 

Ni que decir tiene que todo este preámbulo viene a cuento de lo que me ha sugerido la lectura de La jaula, recientemente publicado por el poeta, ensayista y editor Javier Sánchez Menéndez (Puerto Real, 1964). Aunque, en puridad, debería decir que más que la lectura del libro completo me lo ha sugerido el primero de los seis apartados en los que está dividido, y que lleva por título “Silencios”. En dicho apartado, el autor compendia una retahíla de definiciones del «silencio» que van mucho más allá de las dos acepciones funcionariales que ofrece el DRAE (1. Estado en el que no hay ningún ruido o no se oye ninguna voz. 2. Ausencia de noticias o palabras sobre un asunto). «El silencio es la mayor manifestación de libertad», apunta JSM, pero no sólo eso, también según él es luz, vida sin retórica, amor, juicio, respiración, viento en el mar, gran lluvia, comienzo del recuerdo, nueva primavera, claridad, esperanza, invocación, palabra verdadera, raga de nuestras actuaciones, búsqueda de sentido, dulzura, brillante oscuridad, etcétera, etcétera. Visto así, de tantas maneras heterogéneas, diríase que el «silencio» podría ser cualquier cosa, desde la más pedestre («El silencio es ayudar a leer») a la más elevada («El silencio es la exploración del alma humana, es amor correspondido y bellamente retribuido»). Y eso sin contar que también puede definirse de manera contradictoria («El silencio es claridad»/«¡Silencio! Brillante oscuridad»), poniéndose así de manifiesto que el esteticismo del que hablaba Borges sigue estando más vigente que nunca, aunque se corra el riesgo de que al lector le llegue envuelto en un conceptuoso y oscuro galimatías. Porque, vamos a ver, qué quiere decir JSM cuando escribe que el silencio es un gesto y una función, o que el silencio es el inicio, solo el inicio. ¿Función de qué?, ¿inicio de qué? La cosa se vuelve aún más enrevesada si se repara en que, previamente, nos ha dicho por un lado que el silencio es el inicio de nuestra decepción y por otro lado que el silencio es nuestra consciencia, pero también es nuestra confianza. ¿Cómo se conjuga cabalmente que el silencio sea al mismo tiempo motivo de decepción y lugar de confianza? ¿Se puede confiar en lo que decepciona? Sin duda, este embrollo de definiciones no ayuda a que se tenga una clara visión de las diferentes significaciones de lo que para el autor supone el silencio, al que para complicar un poco más las cosas unas veces le infunde un carácter naturalista («El silencio es la belleza del canto de los pájaros», «El silencio es el viento en el mar, una gran lluvia») y otras veces le asigna una condición cultural («El silencio es leer a Cervantes y a Virgilio», «El silencio, las sinfonías de Brahms o de Saint-Säens, la necesidad y la causalidad»).

 

No obstante esta disparidad de criterio definitorio en algunos de estos aforismos de JSM, en La jaula hay otros muchos en los que el apunte sentencioso nos traza el boceto de un autor a quien no le cuesta nada poner la libertad y la independencia por encima de todo, incluso por encima de sí mismo, yendo contra su propio “yo”: «Evita el yo, el mí, procesa tu vocabulario sin esos términos. Solo así alcanzarás la verdadera figuración y el hallazgo». A tenor de ciertas disquisiciones, esa figuración y ese hallazgo se encontrarían no en el acomodo con el mundo, con este mundo, sino con otro mucho más libre y democrático, ya que de no ser así los seres humanos dejarán de ser humanos o acabarán convertidos en títeres de la propaganda, la manipulación y la ficción orquestada torticeramente por los medios de comunicación. ¿Visión pesimista? Sin duda: «Todo cuanto estamos viviendo, todo cuanto estamos sufriendo, todo, absolutamente todo, está perfectamente orquestado y planeado. La meta es empobrecernos intelectual y moralmente». ¿Perspectiva misantrópica? Obviamente: «El hombre es el peor animal de compañía». ¿Enfoque crítico? Naturalmente: «Los gobiernos nunca contribuyen a nada. Solo exigen y ponen impedimentos al desarrollo de la libertad y del progreso». Y es que los aforismos de JSM no sólo atacan el despojamiento de la libertad, sino también la demagogia, la oclocracia, la depauperación de la cultura, en muchos casos de forma vehemente, sin medias tintas, en aras de hacer que el lector se conciencie de que no debe claudicar ante las imposiciones maquiavélicas de los poderes establecidos. Para combatirlas, nada mejor que la lectura como alimento espiritual («La lectura es un inmenso maná que nunca se agota»). Sólo así, cultivándonos, quizá lograremos ser más libres. Libres de las muchas jaulas en las que vivimos, antes de que la muerte nos libere definitivamente. Una muerte, por otro lado, que JSM no desdeña, sino que incluso vindica como conveniente y única verdad, pues la libertad, al igual que la liberación, solo se alcanza con la muerte, que pasa así a ser el único estado de salvación posible: «Un hombre es libre cuando muere, cuando despierta y descubre que se encuentra enterrado, bajo tierra y rodeado de paredes que le impiden ser un hombre libre». ¿Y qué nos impide ser hombres libres? Los problemas que nos crean para mantenernos engañados, defraudados, anquilosados.

 

No parece, en fin, que la filosofía de La jaula se aparte mucho de la de Schopenhauer, Nietzsche o Cioran, autores que postularon la muerte o el arte como únicas escapatorias a la tragedia del teatro de la vida. Y no está mal que los aforismos de JSM nos lo recuerde, sobre todo teniendo en cuenta el lamentable estado en el que se encuentran nuestra escuela y nuestra cultura. Sólo por eso merece la pena leer este libro.

 

Javier Sánchez Menéndez, La jaula. La Isla de Siltolá, Sevilla, 2023.

 

 

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