Stop-Time, autobiografía de Frank Conroy cuando fue un niño en constante cuerda floja

Horacio Otheguy Riveira.

En el comienzo del relato está la clave, exactamente en un epígrafe de un gran poeta, que vivía de una forma muy corriente. Abogado de una compañía de seguros con una larga estabilidad socioeconómica y emocional, tiene una doble vida como uno de los mayores poetas anglosajones, que en cada ida y vuelta a la oficina imaginaba poemas que acabaron en libros muy admirados. Se llamó Wallace Stevens (EEUU, 1879-1955), y este libro empieza con una cita suya.

Stop-Time, de Frank Conroy (EEUU, 1936-2005), es una obra autobiográfica que se apoya en aquella serenidad para describir un Tiempo Detenido en la memoria de un chaval de 12 años, a quien le sellaron una serie de terrores y a su vez audacias, superiores en todo caso, a las posibilidades reales de su edad.

Empieza con un epígrafe que ilumina el recorrido de una experiencia vital que se convierte en un testimonio, una vida novelada, profundamente dramática narrada con la solvencia de un contador de historias que evita la mortificación, acaso como un aventurero en lucha constante con la desordenada inestabilidad de los adultos que no le maltratan por morboso placer, sino por impotencia ante la mera existencia que les ha tocado en suerte.

Es el humano el que es el forastero, el humano que no tiene un primo en la luna.
Es el humano quien reclama su habla a las bestias o a la incomunicable masa.
Si debe haber un dios en la casa, que sea uno que no nos oiga cuando hablamos: una frialdad, una nada abermellonada, cualquier listón en la masa de la cual formamos una parte demasiado distante. Wallace Stevens

A continuación de estas palabras, infancia y juventud de quien se convertirá en un adulto creativo, complejo, atrapado por el oscuro pasado pero nunca lastimero, por el contrario, su capacidad vitalista se entrelaza con un notable talento narrativo. Es esta su primera obra, a la que seguirán interesantes aportes literarios que aún no han sido traducidos al castellano, y que -al parecer- no alcanzan la riqueza expresiva de este comienzo…

«Prólogo
Cuando vivíamos en Inglaterra yo trabajaba muy bien. Cuatrocientas o quinientas palabras cada tarde. Vivíamos en una casita en el campo, a unos treinta kilómetros del sur de Londres. Era un sitio tranquilo y, como éramos forasteros, no recibíamos visitas. Mi esposa había estado cinco meses en cama con hepatitis, pero tenía un humor singularmente risueño y se pasaba la mayor parte del tiempo leyendo. La vida nos trataba bien y las condiciones eran perfectas para mi trabajo.
Sin embargo, yo iba a Londres una o dos veces por semana, impelido por un creciente arrebato de frustración, cegado por una extraña mezcolanza de culpa, pesadumbre y deseo. No iba en busca de mujeres, sino de algo invisible, algo que jamás llegué a encontrar. Me emborrachaba en el Establishment Club y tocaba el piano con la sección rítmica habitual (en éxtasis si las cosas salían bien, asqueado, decepcionado y avergonzado si iban mal, nunca algo a medio camino), y todo eso no llevaba a nada más que… Bueno, de hecho era un complejo ritual preparatorio para… volver a casa a las tres de la madrugada conduciendo mi Jaguar. Volver a casa conduciendo era el único propósito de todo aquello.
A setenta y cinco o a noventa por hora por las calles vacías del sur de Londres. Sin luces. Cambiando de marcha a lo bestia, acelerando en todas las curvas, dándole caña al motor, con la mente por fin despejada y en blanco, me dejaba limpiar por el peligro y el estruendo del viento y salía disparado en dirección al campo. En ese momento encendía las luces y aceleraba hasta ponerme a ciento treinta y cinco o a ciento cincuenta. En una ocasión llegué a los ciento setenta por una estrecha carretera iluminada por la luna.
Al atravesar los pocos pueblos que me salían al paso, hacía todo lo posible para no perder tiempo con las limitaciones de velocidad: me metía en el carril contrario, acortaba por el lado prohibido del cono de tráfico, me subía a las aceras, me saltaba los semáforos: cualquier cosa con tal de mantener el ritmo y
cruzar como un rayo el oscuro mundo».

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Página 61-63. «Se quedaron quietos un último momento, esperando, comprobando que no se dejaban nada, buscando en el otro la señal de que había llegado el momento de partir. Entonces cruzaron la puerta y se fueron. Los seguí unos instantes más tarde, pisando las huellas que habían dejado cuando se dirigían al camino. Vi cómo caminaban en la oscuridad, bajo los árboles. Mi madre se dio la vuelta en la cima de una elevación del terreno y me gritó a través de la nieve “¡No te olvides de poner el despertador!”. Luego apretó el paso para alcanzar a Jean. Cuando descendían por la colina parecían hundirse más y más en la nieve. Apenas se podía distinguir la parte superior de sus cuerpos. Después ya solo se veían los hombros, luego las cabezas, luego nada.

Volví a la casa. Tras un arrebato de pánico, mi mente se desconectó. Pensar era muy peligroso. Si no pensaba, podía alcanzar una especie de invisibilidad interior. Sabía que el temor atraía al mal y que el ruido descontrolado de mi propia mente acabaría entregándome a las fuerzas que me amenazaban, del mismo modo que el chapoteo de un pez en aguas poco profundas atrae a las gaviotas. Intentaba mantenerme quieto, pero cada dos por tres el temor volvía a colarse en la conciencia y mi mente se ponía en movimiento, recolocándose como un hombre que intentase dormir en una posición muy incómoda. En esos momentos era cuando me sentía más vulnerable: abría por completo los ojos y aguzaba los oídos para captar el sonido del peligro que se acercaba.

Sequé despacio los platos y los coloqué en su sitio, procurando no hacer ningún ruido. De vez en cuando el suelo de madera crujía bajo mis pies, lo que ocasionaba una larga y prolongada sacudida en mi espina dorsal, una blanca excitación a la vez deliciosa y terrible. Me acerqué nervioso a la estufa. El carbón hacía ruido y la rejilla de hierro colado siempre repiqueteaba  pesar de todas mis precauciones. Tenía que hacerlo muy deprisa, conteniendo el aliento, si no jamás me atrevería a hacerlo. Cuando terminé fui a comprobar los pestillos de las ventanas. Comprobar la puerta era inútil: no se podía cerrar desde dentro y mi madre se negaba a cerrarla desde fuera por el riesgo de que me quedara atrapado en un incendio. […] Tener sueño y tener miedo no son circunstancias que se anulen mutuamente. Tras largas horas de espera, la mente insiste y se va deslizando hacia la inconsciencia. El cuerpo dormido continúa tenso, con los miembros retorcidos como si estuvieran listos para escapar, ya que la adrenalina sigue fluyendo por la sangre. Cada pocos minutos la mente se despierta, escucha y se vuelve a quedar dormida. Unos sueños rarísimos intentan paliar el terror, explicando lo inexplicable por medio de una lógica demencial que deforma el pensamiento hasta convertirlo en una desquiciada visión íntima que permite continuar el sueño durante unos segundos más».[…]

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