Contra el juicio sentimental

 

Javier García Gibert.- El maestro Sófocles, en su tragedia Antígona, percibió el asunto con claridad meridiana. El enfrentamiento entre Creonte, rey de Tebas, y la joven Antígona, que, conculcando las nuevas leyes, pretende dar sepultura al cadáver de su hermano, rebelde en armas contra la propia Tebas, le sirve a Sófocles para plantear el conflicto entre las normas objetivas y los sentimientos individuales. Creonte reivindica la ley sin excepciones y Antígona reclama la excepción para su caso, apoyándose en costumbres seculares y movida por su apasionado amor fraterno. El memorable enfrentamiento dialéctico entre ambas posturas no resuelve el conflicto, sino que lo encona, y la cosa acaba muy mal, en tragedia para todos.  Mi larga experiencia como profesor certifica la adhesión de los estudiantes a la postura de Antígona, en un apresurado entendimiento del problema que empatiza de inmediato con la heroína trágica. Pero la comprensión más honda, más trascendente, tiene otras lecturas. Ya lo dijo Hegel: “Creonte no es un tirano, sino una potencia ética”. Y, a fin de cuentas, su postura, que es el respeto a la ley consensuada, es la que hizo posible con el paso del tiempo la configuración del Estado moderno y democrático. Sí, nuestro corazón puede estar con Antígona, pero la razón y la justicia son imposibles con ella.

El problema, sin embargo, ha estado candente a lo largo de los siglos, porque apela a dos instancias constitutivas del ser humano. Podría decirse que hay “tiempos Creonte”, en los que el consenso objetivo impera, y “tiempos Antígona”, como el que ahora vivimos, donde los sentimientos y el subjetivismo parecen desatarse, sustituyendo el juicio racional por el sentimental y pretendiendo que éste se eleve a norma. Pero esto es imposible, salvo si se rompe –como ocurre ahora- la concordia social y se vive en permanentes contradicciones lógicas e ideológicas.

Porque el sentimiento -pasional y subjetivo- no puede organizar la vida colectiva ni configurar el esquema de valores de una sociedad. Cuando la madre de un adolescente le espeta al profesor, como argumento de peso, que su hijo, que está suspendido, se ha esforzado mucho, su alegato no tiene verificación alguna, pero el sentimiento de madre le lleva a privilegiar la intención de su retoño sobre los resultados objetivos y esto supone un subjetivismo inasumible. Por lo demás, las madres no pueden ser jueces de lo que hacen sus hijos, porque el corazón no puede convertirse en órgano de razón o de juicio. Ocurre con todo: se puede querer a un perro más que a una persona (eso cualquiera puede entenderlo), pero de ahí a pensar que un perro vale lo mismo que una persona va un abismo de locura.

El sentimiento tiene su fuero en las cosas privadas, individuales, pero en los asuntos públicos, compartidos, la pura razón es lo deseable, porque es el único terreno común y seguro donde podemos entendernos. Hay un error en creer que el sentimiento es lo que nos avecina a las demás personas, porque es la razón verdaderamente la que nos aproxima a ellas. El juicio sentimental, más bien al contrario, es extremadamente peligroso para la paz general, porque el juicio basado en el sentimiento es el paso previo y casi necesario para el juicio lastrado por el resentimiento. ¿Y acaso no es también el banderín de enganche de las ideologías radicales, segregadoras, que plantan sus raíces en la división social? Todas ellas rinden su culto en el altar del sentimiento y dividen al mundo, de modo genérico, en verdugos y víctimas. Pero considerar de entrada (con ojos sentimentales) a un ser humano como una “víctima” es un presupuesto del todo pernicioso, no sólo para la propia dignidad de la persona, sino también para el rasero moral con el que las cosas deben juzgarse. ¿Es preciso recordar que una supuesta “víctima social” (mujer, inmigrante, homosexual, ciudadano de “nacionalidad oprimida”, etc.) puede ser también, y antes que nada, una malísima persona?

La entronización del sentimiento lleva, en definitiva, al relativismo intelectual y a un subjetivismo irracionalista que conduce fácilmente a linchamientos sociales. Desde la perspectiva sentimental cada uno valora la calidad ética de los actos y de los pareceres por la intensidad con la que siente determinadas emociones, y se juzga facultado para denigrar y perseguir a los que cree que no sienten lo mismo que él: sobre los hombres, sobre la mujeres, sobre las naciones, sobre las religiones, sobre los animales… El exhibicionismo, la arbitrariedad, el vano sentido de superioridad moral son actitudes que están adheridas a este modo de ver y valorar las cosas.

Pero todo sucede, si nos fijamos bien, en el ámbito efímero y equívoco de las sensaciones. Es la sensiblería superficial, la impresionabilidad sin poso del que llora en el sofá viendo una película (y después otra), la movilización repentina del que contempla una imagen conmocionante en los informativos (pero que se movilizaría en sentido contrario si viera otra imagen estremecedora distinta). Porque, a diferencia del juicio racional, tan vinculado a la decantación pausada de la cultura escrita, el juicio sentimental opera de inmediato, a golpe de vista. Por eso campa por sus respetos en la sociedad contemporánea, con su especiosa noria de imágenes impactantes, eslóganes de diseño, compulsivos tuits… Fijémonos, por cierto, en la plaga infantil de los emoticonos, ¿no es todo un emblema del sentimentalismo simplón que caracteriza esta época?

Digamos, para concluir, que el juicio sentimental es extraordinariamente cómodo para la mediocridad común. Todos tienen sentimientos, pero no todos tienen ideas; todos se creen con derecho a exhibir opiniones, aunque la mayoría estén ayunas de criterio. No basta con sentir, no basta con cubrirse de emociones. Pararse a pensar es muy importante. Pero eso cuesta, claro que cuesta: tiempo y ganas, sobre todo. No le extrañaba al Ortega y Gasset de La rebelión de las masas tener legiones de contradictores, pues estaba convencido de que la mayoría de ellos no se había parado a pensar ni “cinco minutos” sobre los asuntos que él ponía encima de la mesa: “¿Cómo van a pensar lo mismo que yo?”, se preguntaba.

Esta inflamación de lo sentimental y la conversión del sentimiento en fuente de juicio, se produce en detrimento de lo racional-ético y de lo místico-espiritual. O dicho desde el ángulo de la perspectiva histórica: las ideas racionales y los principios espirituales de la tradición humanista se ven desplazados por la ideología y las metas del sentimentalismo humanitario.

Esta sustitución del juicio racional por el sentimental hunde sus raíces, aunque parezca mentira, en el siglo XVIII. Porque la supuesta entronización de la Razón en el siglo ilustrado –el “siglo de las luces”- es una tesis bastante engañosa. Para comprobarlo, no hay más que fijarse en la sangría revolucionaria en la que desembocó esa centuria: ¿no fue el resultado de una eclosión gigantesca del sentimiento (y del resentimiento), alejada de cualquier control racional? Buena parte de la filosofía del momento participó directa o indirectamente en ese desvío. Hume reconoció, y legitimó de algún modo, la subordinación de la razón a las pasiones humanas y alegaba que las emociones y los sentimientos eran hervideros de valor moral. Jeremy Bentham fundaba su ética atendiendo a las sensaciones de placer o de dolor que se desprendían de los actos (convirtiéndose, de hecho, en el gran mentor del animalismo al sostener que los animales tienen sentimientos y que eso los hacía tan respetables como las personas). Pero es, sin duda, Jean Jacques Rousseau –seguramente el pensador más influyente de la época moderna- el que sienta las bases del sentimentalismo actual y el que protagoniza, en el curso de la Historia, el paso de la vieja concepción humanista a la nueva visión humanitaria. En Rousseau se produce, en efecto, la conversión de lo espiritual en sentimental y la sustitución de lo ético por lo ideológico, postulándose un juicio radicado en el sentimiento, no en la razón, y una exaltación paralela de la “compasión”, a la que se atribuye un valor moral de decisiva importancia.

La polémica intelectual sobre la compasión (hoy ensalzada bajo otros vocablos, como “empatía” o “solidaridad”) es muy significativa. La compasión es, a fin de cuentas, la gran virtud del humanitarismo y, como ya advirtió Horkheimer en el siglo pasado, se ha convertido en “el sentimiento moral más característico de nuestro tiempo”. Pero, desde los estoicos hasta Hannah Arendt, la verdadera tradición del humanismo no la ha considerado tan virtuosa, precisamente por ser una pasión (com-pasión) y no estar filtrada por criterios racionales, como lo están la justicia o la equidad, que son los conceptos a los que debería apelarse. La compasión es, desde luego, un sentimiento natural y totalmente comprensible, pero no es fuente en sí misma de valor moral, precisamente por su origen pasional. Por eso mismo, como señaló Nietzsche, alimenta en su seno huéspedes impuros: el miedo, el placer, el cálculo, el sentimiento de superioridad…

También Kant desconfiaba de la compasión y advirtió de inmediato el extremado peligro que suponía el juicio sentimental rousseauniano. Fue, de hecho, el primero en rebelarse frente a ello, y erigió un solvente sistema moral (basado en el deber y la voluntad libre), emplazado en las antípodas de ese sentimentalismo que juzgaba deletéreo para la comprensión cabal de la persona y la fundamentación de sus valores éticos. Antes de acabar el siglo XVIII, y siguiendo esa estela, el literato y pensador Friedrich Schiller, en uno de sus textos más conocidos, Sobre poesía ingenua y poesía sentimental, se enfrentó al veneno esparcido por Rousseau denunciando su “impresionabilidad enfermiza” y señalando la pobreza de los resultados que, de cara a la fuerza y la dignidad del hombre, confiere su aproximación sensorial y pasional, pero no moral ni racional, a la naturaleza humana. Por los mismos años, otro ilustre kantiano, Johann G. Fichte, reflexionaba sobre el mismo asunto y, en la quinta de sus Lecciones sobre el destino del sabio, advertía que el funesto discurso sentimental alentado por Rousseau era altamente persuasivo para mucha gente, porque “para no dejarse inducir a error por él, hay que poseer o un grado muy alto de perspicacia, o uno muy bajo; hay que ser un pensador completo o no serlo en absoluto”.

Fichte ponía el dedo en la llaga y su aguda observación es hoy más válida que nunca, habida cuenta del semi-analfabetismo generalizado de la sociedad actual. Ni sana y espontánea rudeza natural que comprenda sin prejuicios la realidad de la vida, ni espíritu profundo y cultivado que llegue discursivamente al fondo de las cosas, sino masas superficialmente formadas que han perdido la intuición primigenia y no llegan, sin embargo, a la reflexión instruida. Ese es el drama de la sociedad contemporánea, sumida en el magma confuso de lo sentimental; el terreno abonado, por añadidura, para la manipulación política. Con la razón no se arrastra a nadie; sólo el sentimiento da gasolina a la perfidia populista.

Pero el sentimentalismo es la expresión fidedigna del tiempo en que vivimos: una época suntuosa en adelantos técnicos, supuestamente hipercivilizada, pero decadente y debilitada, y ya sin el aliento de la gran cultura. El sentimiento le da a ese vacío el calor de la vida, pero depara una visión endeble de la existencia humana, ajena a las verdades responsables y hondas. No es difícil darnos cuenta de ello, si ponemos atención. Todos hablamos sentimentalmente de nuestros deseos, de nuestras frustraciones, de todo aquello que la sociedad y el mundo pensamos que nos debe. Pero cuando advertimos algo verdaderamente noble dentro de nosotros sabemos que no sale del sentimiento (que es también la fuente de la mugre moral), sino de algo más sólido, más profundo. No hablamos entonces del sentimiento del deber, sino del sentido del deber, del sentido del honor, del sentido de la justicia…

Siempre viene bien acudir a los clásicos para que pongan los puntos sobre las íes. Muy oportunas en este sentido son las reflexiones del maestro Séneca al final de su tratado Sobre la Clemencia, donde se le ocurre, aleccionadoramente, distinguir esta virtud de “la compasión”: ésta proviene de una pasión -nos dice- que ofusca y debilita el espíritu, y puede considerarse, por consiguiente, una “enfermedad del alma” (aegritudo animi), mientras que la clemencia procede de la “grandeza de ánimo” y tiene su origen en el “dominio de sí”. Qué explicación tan sencilla y tan luminosa, pero qué incomprensible para la gente de ahora: ¿qué es eso de la “grandeza de ánimo” –se preguntarían-, qué es eso del “dominio de sí”?

 

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