Herramientas para el recuerdo

Por Rubén Téllez.

En una entrevista reciente, Víctor Erice, al ser cuestionado sobre el papel que tiene la tecnología digital en el cine, respondía lo siguiente: “Cómo capturar una imagen verdadera, ha sido y sigue siendo el problema. Y la tecnología, por muy desarrollada que esté, por mucho que haya aumentado las posibilidades de cálculo y control, no resuelve esa cuestión fundamental…Siento tener que repetirme en las entrevistas. Pido disculpas, pero no tengo más que una respuesta ante estos temas, que suelen estar presentes en las preguntas más exigentes que se me hacen… Las imágenes digitales propias del audiovisual son todas calculadas. No siempre reproducen o captan la huella de algo existente. Digamos que pierden ahí un principio de realidad. Y el cine siempre hizo sus cuentas con lo real, incluso en aquellas obras que eligieron como estilo la abstracción”. La imatge permanent, debut en el largometraje de Laura Ferrés (y Espiga de Oro en la Seminci), hace, precisamente, un exhaustivo análisis del funcionamiento de la imagen, de los diferentes usos que se le dan en la actualidad y de los secretos que se esconden detrás de cada una.

La protagonista, Carmen (María Luengo), trabaja como publicista en una empresa a la que le encargan diseñar todo el aparato audiovisual —eslóganes, carteles, vídeos— sobre el cual se sustentará el peso de la campaña electoral de un partido político. En su búsqueda de rostros expresivamente humanos que estén dispuestos a contar su historia delante de la cámara conocerá a Antonia (Rosario Ortega), una mujer sexagenaria que carga sobre sus espaldas con el peso de una vida llena de heridas: su padre murió cuando era apenas una niña; con doce años vio cómo la infancia se le escapaba entre las manos tras quedarse embarazada; y, a los pocos meses de dar a luz, se fue de su pueblo con el humilde objetivo de encontrar la felicidad. Desde entonces, se ha dedicado a la venta ambulante de perfumes mientras se preguntaba cómo le iría a su hija. Las dos mujeres entablarán entonces una amistad tan emocionante como finalmente desgarradora.

En La imatge permanent, Laura Ferrés se viste con el traje de arqueóloga para iniciar una excavación en ese campo salvaje que es el audiovisual, con el objetivo de encontrar los huesos de las imágenes primitivas, las que fueron creadas como herramientas de memoria que permitiesen tocar el pasado con las yemas de los ojos, las que no tenían otro objetivo que congelar para la eternidad un instante de realidad, de presente, que, como decía Carlos Saura, se convertía en pasado en el mismo momento en el que era fotografiado. Lo primero que rodaron los Lumiere fue la salida de una fábrica de los obreros que en ella trabajaban; su intención era, claro está, retratar la cotidianidad de la gente corriente, crear un documento histórico que dejase constancia de su existencia, de su rutina, de sus rostros —pese a ser un plano general— arrugados por el cansancio de jornadas laborales interminables, de sus conversaciones —pese a no tener sonido—, etc. En definitiva, los padres del cine quisieron captar a través de una cámara humanista hasta el nervio la realidad, sin adulteraciones ni dobles y egoístas intenciones. Este tipo de imágenes son a las que se refiere Erice en la entrevista arriba citada y son, también, las que componen La imatge permanent.

Porque Laura Ferrés lo que hace es, precisamente, penetrar con la cámara en el día a día de sus personajes para invitar al espectador a comprenderlos, a acompañarlos, a abrazar su infinita humanidad y emocionarse con ellos hasta la lágrima. Así, la directora diferencia entre dos tipos de imágenes: por un lado, las que se construyen partiendo de unos cimientos de realidad y, por tanto, aunque formalmente se alejen de ella, la convierten en centro de sus reflexiones; por otro lado, las que reescriben, trampean o difuminan la realidad en base a sus intereses políticos —El nacimiento de una nación o gran parte de los westerns de John Ford y Howard Hawks— o económicos —todo tipo de spot publicitario que no busca otra cosa que incitar al consumismo. La imagen con posibilidades comerciales que le encargan encontrar a la protagonista no es sino una imagen vacía, completamente desechable por su falta de humanidad, por su raíz de avaricia, pero, paradójicamente, es su búsqueda la que propicia el encuentro entre las protagonistas. Un encuentro del que nacen esas imágenes verdaderas que buscan reflexionar sobre el mundo, invitar al espectador a empatizar con los personajes y, en última pero no menos importante instancia, emocionarle.

La directora se sirve de una estética geométrica, frontal y un tanto distante para contar la historia de dos mujeres que se conocen, se interesan la una por la otra y terminan entablando una profunda amistad en un mundo en el que el interés por el otro está a menudo está determinado por la rentabilidad económica que pueda ofrecerle. Por tanto, subyace en todo momento la intención de recordarle al espectador que detrás de esos rostros que le observan desde el otro lado de una pantalla hay vidas abiertas en desengaños y tristeza que, como todas, son punteadas por versos de luz y charcos de muerte. La película avanza así por la pantalla como una hoja que, movida por el viento, no tiene un sitio concreto, preciso, al que llegar; captura imágenes verdaderas y espontáneas que brotan de una existencia que, bajo la piel de la cotidianeidad, oculta pequeños milagros que compensan, o dan sentido, las horas consumidas por el desasosiego. El espectador se deja llevar por unas escenas que son coplas escritas con el pulso arrebatado e irregular de la propia vida. Y en el centro de todo esto, dos soledades se juntan en un abrazo que es confesión y consuelo, sonrisa y lágrima, recuerdo y promesa, presente, pasado e invitación a construir juntos un futuro.

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