‘La mala costumbre’, de San Blas a Chueca sacudiendo fantasmas

MARIANO VELASCO.

Para quienes crecimos en el conflictivo barrio de San Blas en los años ochenta, el impactante arranque de la historia que cuenta Alana S. Portero en “La mala costumbre” nos resulta tremendamente familiar. Pero hemos de contar con que esta excelente novela es mucho más que eso, con que nos narra la compleja infancia de una niña encerrada no solo en un entorno hostil, como era el de aquella barriada madrileña por la que corría a chorros la heroína, sino sobre todo en un cuerpo que le es ajeno y extraño.

Quienes huíamos del coqueteo con ciertas sustancias buscábamos entre aquellas calles refugio en entretenimientos bien sencillos. Era fácil improvisar una portería en cualquier descampado para matar el tiempo y divertirse entre amigos, reduciendo los peligros que por el barrio acechaban a la búsqueda de balones perdidos entre las ruinas de locales semiabandonados, donde lo peor que podía pasarte era pisar una mierda, asustar a alguna rata o, lo que ya era más jodido, pincharte con alguna jeringuilla abandonada. Así era aquel San Blas de los ochenta en el que crecimos la protagonista de “la mala costumbre” y quien suscribe.

En semejante contexto y sumergido en esa atosigante dualidad – el barrio y el cuerpo – el relato de Portero, recientemente galardonado con el Premio Cálamo al Libro del Año 2023, pone el foco en el siempre complejo recorrido que todos hemos de hacer desde la niñez hasta la madurez, pasando por el especialmente conflictivo e inestable puente de la adolescencia. Pero lo hace con la particularidad de que la lucha existencial que supone semejante tránsito se intensifica aquí con la experiencia de otros asuntos que tienen que ver sobre todo con la búsqueda de una identidad, con la superación de traumas y fantasmas de cada cual y con el miedo. Miedo ya no a la droga, sino a una sustancia tanto o más dañina que aquella: el rechazo.

Sí, porque hay sobre todo mucho miedo expresado en estas duras páginas narradas en primera persona, una emoción que Alana S. Portero parece conocer de primera mano y que sabe transmitirnos con un lenguaje que alterna narrativa y poesía en su justa medida, logrando despertar la necesaria empatía y atención del lector sobre un asunto al que por desgracia no todos presamos la atención que merece. Aunque en el fondo hable de cosas tan sencillas como la búsqueda de lo que se quiere ser en la vida y, en definitiva, de la libertad. Pequeños grandes detalles que nuestra protagonista solo parece atisbar en el refugio seguro que le proporciona el madrileño barrio de Chueca, para nada agresivo como sí lo era el San Blas de su infancia, pero injustamente tanto o más rechazado que aquel (“se decía con terror que era un barrio de putas, drogadictos y maricones”).

Deliciosos son algunos de los personajes secundarios que Alana S. Portero nos presenta, con especial mención a las Margarita, Eugenia y La Peluca, sorprendiéndonos esta última incluso con algún que otro destello de realismo mágico. Todas ellas ejemplifican a la perfección, además del valor de la sororidad, uno de los estigmas que más y mejor se abordan en esta dura historia: el del rechazo por el mero hecho de ser diferente.

Resulta especialmente interesante esa estructura circular que subyace tras la aparente narración lineal, en la que en su incesante búsqueda de lugares seguros la protagonista acabará volviendo al punto de partida (la casa de los padres), a los personajes que marcaron su infancia, a los primeros referentes a los que agarrarse, a aquellos que le proporcionaron una mínima estabilidad antes de verse abocada a la compañía de hombres dragones en oscuros laberintos. (“Encuentro tanta luz en esa sumisión”, se confiesa la protagonista en uno de los momentos más conmovedores de la novela).

Todo ello evidencia que hay mucho que aprender de esta historia y de la tesis principal que la protagonista nos deja bien clara desde el principio: “Que una acabará siendo mujer lo descubre a través de los ejemplos que tiene cerca, de la sed de referentes, de la necesidad de participar de la herencia que unas mujeres se dejan a otras y que es ajena a los hombres”.

Cuando más brilla la prosa de Alana S. Portero es cuando deja abierto del todo el grifo de la ternura, en momentos tan emotivos como el de ese primer beso entre las tapias del Cementerio de La Almudena o, sobre todo, en esos dos últimos maravillosos y emocionantes capítulos en los que recupera a uno de los personajes mejor trazados de la novela, Margarita, que parecía haber quedado más olvidada de lo que merecía y a la que ya estábamos echando mucho de menos.

“La mujer que llevas dentro, la de verdad, sigue atrapada entre paredes muy estrechas y se va a asfixiar”, es uno de los consejos más crudos y directos que recibe la protagonista de una de sus amigas. Pero a pesar de sus reflexiones desesperanzadoras y de la abundancia de sentencias como esta, no parece aventurado afirmar que “La mala costumbre” es una novela positiva y optimista, por muy paradójico que resulte que al final tenga que ser la muerte, que a corriente de esa estructura circular que arriba mencionábamos vuelve ahora a escena desde su aparición al principio de la historia, la que proporcione el aire limpio y puro que esa mujer de verdad necesita para poder seguir viviendo, siendo todas las mujeres.

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