‘Velocidad de los jardines’, de Eloy Tizón

REYES GARCÍA-DONCEL.

Leer Velocidad de los jardines te devuelve al estado de asombro literario, pues sin recurrir a palabras exquisitas, pero sí precisas y sugerentes, el autor consigue transmitir emociones y reflejar atmósferas: «Una sombra fría de color té va descolgándose desde los hombros de los árboles hasta el amarillo humillado de las margaritas», con profundidad y belleza. Pero este libro también es un regalo íntimo, que aborda el inevitable paso del tiempo, los recuerdos y la añoranza del pasado, temas ineludibles para el ser humano, llegando a alcanzar la definición que del relato hace el propio autor: «Te leen a ti. Un buen cuento es un acelerón de la mente». Y cuando esto ocurre, además de disfrutar de la lectura, te enamoras del libro.

Su primera edición fue en 1992, y veinticinco años después (2017) se produjo la reedición, añadiéndole un prólogo, que ahora tenemos entre las manos. No solo no ha envejecido mal, es que ha crecido y se ha convertido en un clásico contemporáneo. Es un libro para no parar de subrayar, con asociaciones sorprendentes: bañeras forasteras, duchas resentidas, maletas boquiabiertas, cafeterías delictivas… ―y podría seguir poniendo ejemplos soberbios―, que generan imágenes llenas de expresividad, a veces hiperrealistas, casi siempre oníricas, quizás con la intención de atraparlas pues él mismo anhela: «Congelar la imagen para congelar el tiempo». Los relatos tienen una estructura muy sencilla ―el autor admite preferir la lírica a la épica― de forma que la interpretación poética de la realidad refleja lo que hay más allá, lo imposible de explicar, lo inefable: «…los mozos de cuerda sorteando cada charco, tiene algo de baile de máscaras en un jardín zoológico»; en ocasiones con cierto aire de teatralidad: «En el reflejo del vidrio, el bar duplicado parecía más alegre.»

El prólogo Zoótropo. Biografía de un libro es un magnífico relato autobiográfico que tiene tres hilos conductores: la sociedad española en los años 60 al 90: «Había más bingos que bibliotecas. Más salones de bodas que galerías de arte»; la historia de este libro, y el nacimiento del escritor, el proceso por el que Eloy Tizón se va identificando con el oficio: «Con esta mezcla de gracia y bricolaje que es la escritura», y reconoce qué es y qué no es Literatura. De hecho el lector se asombra de que un libro de esta calidad fuera escrito a edad tan temprana. Así mismo el autor nos da valiosas lecciones de creación literaria: «Algo auditivo, sonoro, filarmónico. Eso es literatura»; incluso fórmulas matemáticas: «Cuento = rigor técnico + compasión humana»; o nos confiesa sus estrategias: «Escuchas sin pausa “Take This Waltz de Leonard  Cohen para entrar en su ritmo y  adoptar su cadencia», pues para él «aprender a escribir es aprender a sintonizar».

Como se ha dicho, el tema que sobrevuela todos los relatos es el inevitable tránsito del tiempo y la nostalgia de un pasado que no volverá: «Nuestro pasado va siendo engullido en pedazos por el vagón mercancías», mostrado en diferentes escenarios. Entre ellos:

―Las zonas deprimidas de la ciudad, metáforas de la propia soledad y decrepitud: «Edificios en demolición parecen enormes caries dentales». En el relato Austin, un profesor conduce en Nochevieja por carreteras del extrarradio, solo y borracho: «Miró al espejo retrovisor y saludó al joven Austin de los veinte años». O en el magnífico Los puntos cardinales, narrada en primera persona por un viajante de comercio taciturno que debe alojarse en «apartamentos con vistas a un anuncio de Cinzano». O bien Cubriré de flores tu palidez, donde un marido abandonado observa en un bar a una muchacha pálida y drogadicta, con un vestido de flores: «El mundo aúlla por amor mientras se destroza».

―La familia como germen de los recuerdos: Escenas de picnic relata amores incestuosos: «Hermana mía, tu desnudo esmalta mis insomnios»; o Los viajes de Anatalia, en el que una familia con la hija enferma atraviesa en tren Europa durante la guerra; y Familia, desierto, teatro, casa: Bernardo estudia matemáticas en casa de Mabel, donde pasaban cosas raras y «olía a medicamentos maltrechos, a bombillas fusiladas».

―Los recuerdos pueden ser inventados y eso tiene mucho que ver con el proceso de creación literaria como  En cualquier lugar del Atlas donde dos escritores están obsesionados con una inmigrante, Klara, y sus amigos que viven en los cementerios: «esos sembrados de calcio». O bien con los escritores de referencia del autor, por ejemplo Carta a Nabokov.

―Unido al desasosiego del envejecer, viene la añoranza por la juventud perdida, que se nos muestra en los relatos de amores adolescentes La vida intermitente: dos compañeros de COU, «juntos y resumidos», en un mundo joven y perfecto, o quizás en un decorado: «Un museo de gestos con risas del pasado». Y por supuesto el relato que da título al libro Velocidad de los jardines que narra los problemas amorosos a la par que los contenidos de 3º BUP: «…en aquel momento nos parecía tan importante como el asesinato del archiduque de Sarajevo y el cálculo integral juntos», lo que refleja magníficamente la vida en un instituto y la mente del estudiante. Al aumentar los años aumenta la velocidad de la vida, pero esa capacidad cinética también la tiene Olivia Reyes: «Todo adquiere un ritmo, una velocidad diferente cuando la puerta se abre y entra en clase Olivia Reyes».

―Y para cuando el peso del pasado se descubre limitante, el magnífico relato fundacional del libro, Villa Borguese: Bruno y Eva se cruzan, se miran pero no se hablan, «cuando Eva caminaba, estaba sentada sobre su maleta»; «Bruno se refugiaba en el parque cada tarde como en un gran islote verde de paz y rencor», mientras las tatas condenan a merendar a sus pupilos y el sol se descuelga de los árboles.

La velocidad que imprimen los años no le han impedido al autor contar estas historias con lentitud, macerando cada frase, enhebrando «todos los jardines que te vienen a la memoria desde tu infancia». Quizás para exprimir el tiempo, quizás para atrapar lo inasible, los cuentos de Eloy Tizón nunca se acaban, «ningún cuento está completo si no le falta algo». Esa tarea se la deja al lector. Pero en eso se reconoce a la buena literatura, en la capacidad de transformar el material que atraviesa, para encontrar en cada uno la milésima parte que tenemos de únicos.

«Escribir, como vivir ―como leer buena Literatura, añado yo― siempre deja cicatrices».  

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