‘El visionario’, la libertad de contar el mundo

JOSÉ MIGUEL LÓPEZ-ASTILLEROS.

Siempre que un escritor lúcido logra dar cuenta de quiénes y cómo somos los seres humanos, hay que celebrarlo y difundirlo, porque no es una tarea fácil hacerlo con exigentes criterios literarios. Este es el caso de Abel Quentin, pseudónimo de Albéric de Gayardon, con su segunda obra, El visionario. Desempeña la misma función que las de Balzac, servir de espejo crítico de la sociedad, en este caso la de nuestro tiempo, y más concretamente la francesa; aparte de procurarnos unas horas de entretenimiento inteligente.

Está concebida como una sátira social, política, humana e histórica, en la cual no falta la ironía, la burla, y en muchos casos una comicidad hilarante. El humor, tanto en su presentación más despiadada y amarga, como en la más inocente, le permite al autor profundizar en la caracterización de los personajes, así como en los distintos temas tratados, evitando que la narración derive en aburridas exposiciones y radicalizaciones estériles. Nada más terapéutico para una sociedad que reírse de sus propios fracasos, excesos y derivas destructoras, así como de sus protagonistas, de los cuales formamos parte, de una manera u otra.

Jean Roscoff, recién jubilado y alcohólico, siente que ha fracasado en su profesión, porque nunca ha dejado de ser un profesor universitario mediocre; en su matrimonio, su esposa Agnès no ha soportado su decadencia y se ha divorciado de él; en la relación con su hija Léonie, quien, influenciada por la novia de esta, Jeanne, una feminista radical y partidaria del movimiento woke, lo odia por considerarlo un reaccionario, a pesar de haber sido en su juventud activista de SOS Racismo y de izquierdas. Para redimirse de tanto fracaso, Roscoff decide retomar un antiguo trabajo abandonado hace muchos años. Con ello pretende rehabilitar al desconocido poeta norteamericano Robert Willow, un activista comunista en los agitados tiempos del macartismo que, para huir de las persecuciones, se exilió en Paris, donde llegó a trabar amistad con el movimiento existencialista, en particular con Jean-Paul Sartre.

En esta trama se inserta, a través de la construcción mise en abyme, la biografía de dicho poeta, cuyo título, Le Voyant d’Etampes, es el mismo que tiene esta novela en francés, y que en la traducción española ha sido reducido a las dos primeras palabras. Una vez editado el libro de Roscoff, durante la presentación en un bar donde se dan cita editores alternativos, entre los pocos que asisten se encuentra un incondicional del movimiento woke, quien le reprocha de viva voz no haber mencionado en su intervención el color negro de la piel de Willow, aunque sí lo haya hecho en el libro, como el autor le recuerda. Al contestarle que eso no es lo más relevante de su biografía ni de su obra, Cara Larga, así lo llama el interpelado, publica un artículo contra él en un blog, a partir del cual sufrirá aceradas descalificaciones en las redes y persecuciones en su vida personal, por el hecho de haber «desracializado» al poeta, según la doctrina de esta ideología identitaria. Tras nueve capítulos, subdivididos a su vez en varias partes, en el epílogo nos encontramos una sorprendente revelación que cambiará el desenlace y nos devolverá de algún modo al desencanto con el que comienza la obra.

Cuando Roscoff recuerda su pasado, no podemos decir que lo hace mediante retrospecciones, ya que no tienen incidencia en la trama central, son más bien referencias críticas sobre el mundo de su juventud y la izquierda a la que perteneció, a la que se refiere como la «Familia»; respecto a estos aspectos hace en un análisis crítico despiadado. Abundan estas incisivas reflexiones no solo cuando se refiere al pasado que le tocó vivir, sino también al presente, con especial dedicación a la ideología woke, con la cual entra en conflicto intelectual y personal, y que además amenaza el éxito de su libro, la tabla de salvación a la que se agarra a sus sesenta y cinco años; suele adoptar entonces un cierto y lejano tono ensayístico, con un estilo desenfadado, aligerado de todo carácter grave y académico, que posibilita el acercamiento de cualquier lector a las ideas que quiere transmitir.

Otro aspecto importante a destacar es la indagación en los choques generacionales, entre su padre y él, cuando aquel le criticaba que se declarara situacionista y socialista, y entre él mismo y su hija, participante esta de las actuales ideologías identitarias, de las cuales se burla sin compasión por irracionales. Jean Roscoff siente que ya no pertenece al mundo que habita, llega incluso a lamentarse de no conocer la «neolengua» con la que se comunican los woke (los despertados), términos como, por ejemplo, «racializar o interseccional» le son ajenos. Habría que precisar que en ningún momento cae en el resentimiento «anti-woke» como se ha apuntado desde Liberation, ni en la caricatura vacía como se hace desde la postura contraria de Valleurs Actuelles.

La provocación es un elemento esencial. Esta actitud en particular nos recuerda que está en la órbita del, también escritor francés, Michel Houellebecq de El mapa y el territorio, o de la caracterización del Florent-Claude de Serotonina, con quien Jean Roscoff podría tener algún parentesco en su construcción. De todos modos, una de las diferencias significativas entre estos dos creadores consiste en que nos da la impresión de que Houellebecq participa de las ideas y el proceder de sus personajes, en cambio Quentin no. Este último crea un personaje autónomo que promueve un debate de ideas en el lector, al margen de lo que piense él mismo, consigue así proyectar una distancia que quien muchos consideran como su maestro ni siquiera pretende; así que, como decía D. H. Lawrence «…no creas al autor sino a su obra.»

Quentin confía en el diálogo civilizado entre seres humanos para superar la intolerancia, por eso el protagonista trata de dialogar siempre que puede con su ex esposa Agnès, su hija Léonie, la novia de su hija, Jeanne, su íntimo amigo Marc, y cuantos personajes se prestan a ello, porque «…no hay vida sin diálogo» a decir de Albert Camus. A pesar de ello, Jean Roscoff, el viejo antihéroe romántico que aún cree en el humanismo universal, será abandonado por todos en los momentos más cruciales, cuando se enfrenta a quienes ejercen la intolerancia y la censura contra él.

Hace unos días el escritor norteamericano Bret Easton Ellis en unas declaraciones al semanario Le Point decía «Si escribes, en seguida te acusan de racismo y de sexismo, y esta hiperatención al lenguaje está destrozando el arte y el humorismo». Por eso es de agradecer que haya escritores como Abel Quentin, que se atrevan a contar el mundo de hoy con talento, eficacia y sobre todo con absoluta libertad, sin miedo a ser satanizado por los defensores de la cancelación o ser instrumentalizado por el extremismo contrario.

One thought on “‘El visionario’, la libertad de contar el mundo

  • el 3 abril, 2023 a las 9:56 am
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    Una reseña clara, completa y bien estructurada. De esas que enmarcan la obra en el entorno cultural e invitan a leerla.

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