'La Regenta', de Leopoldo Alas Clarín

La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el Norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles.

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"Robinson Crusoe", de Daniel Defoe

Nací en 1632, en la ciudad de York, de una buena familia, aunque no de la región, pues mi padre era un extranjero de Brema que, inicialmente, se asentó en Hull. Allí consiguió hacerse con una considerable fortuna como comerciante y, más tarde, abandonó sus negocios y se fue a vivir a York, donde se casó con mi madre, que pertenecía a la familia Robinson, una de las buenas familias del condado de la cual obtuve mi nombre, Robinson Kreutznaer. Mas, por la habitual alteración de las palabras que se hace en Inglaterra, ahora nos llaman y nosotros también nos llamamos y escribimos nuestro nombre Crusoe; y así me han llamado siempre mis compañeros.
Tenía dos hermanos mayores, uno de ellos fue coronel de un regimiento de infantería inglesa en Flandes, que antes había estado bajo el mando del célebre coronel Lockhart, y murió en la batalla de Dunkerque contra los españoles.
Lo que fue de mi segundo hermano, nunca lo he sabido al igual que mi padre y mi madre tampoco supieron lo que fue de mí.

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“Moby Dick”, de Herman Melville [Austral]

Llamadme Ismael (1). Hace unos años —no importa cuánto hace exactamente—, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondria me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala. Con floreo filosófico, Catón se arroja sobre su espada (2); yo, calladamente, me meto en el barco. No hay nada sorprendente en esto. Aunque no lo sepan, casi todos los hombres, en una o en otra ocasión, abrigan sentimientos muy parecidos a los míos respecto al océano.[…]

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‘Eugenia Grandet’, de Balzac [Siruela]

«Hay en ciertas ciudades de provincias casas cuya vista inspira una melancolía igual a la que provocan los claustros más sombríos, las landas más mortecinas o las ruinas más tristes2. Quizá haya a un tiempo en estas casas el silencio del claustro, la aridez de las landas y la osamenta de las ruinas: la vida y el movimiento son en ellas tan tranquilos que un forastero las creería deshabitadas si de improviso no encontrase la mirada pálida y fría de una persona inmóvil cuyo rostro cuasi monástico asoma en el alféizar de la ventana al ruido de un paso desconocido.[…]»

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